Los juegos (fragmento), de Los museos abandonadosCristina Peri Rossi
Los juegos (fragmento), de Los museos abandonados

"Yo ya había mirado el cuerpo desnudo de Ariadna, reflejado en la galería de espejos, y ella había detenidamente contemplado el mío en el ala occidental del museo, entre monolitos separados por inútiles montantes; nuestros cuerpos nos habían producido soledad y tristeza, como sucede a los que han perdido la posibilidad del sueño. Los instrumentos musicales, mudos, los que ya no podíamos oprimir, blandir o pulsar, por carecer de conocimientos (su vieja ciencia se había perdido en los cajones donde tantos papeles atestiguaban acerca de cosas pasadas), yacían por el suelo, en el desorden de la ignorancia: a veces los mirábamos con ternura, otras veces los blandíamos, como trofeos bárbaros, y de las paredes, disentidas, colgaban las máscaras crueles de antiguas magias, cuya perversidad se había desvanecido en la quietud de los museos.
El juego consistía en que uno de los dos —el museo estaba vacío—, Ariadna o yo mismo, cubriera su desnudez con vestiduras robadas al azar de los solemnes, vanos monumentos, escondiera su cuerpo detrás de oxidadas armaduras o de efímeros velos, se ocultara en un rincón del museo a oscuras, mientras el otro, desnudo y sin noticias, comenzara su búsqueda en los salones habitados por estatuas, por las galerías de momias en sus catafalcos, por los corredores sembrados de esqueletos amarillados, donde el polvo era ceniza de vísceras y huesos. El juego tenía un desenlace: una vez descubierto el escondido, el perseguidor podría someter a su víctima a cualquier castigo, por infamante que éste fuera.
Ariadna aceptó entusiasmada, y fue ella misma la que, desnuda, decidió perseguirme por los recónditos pasillos del museo oscuro. Ninguna sala estaba prohibida: solamente los sótanos, por precaución, no podían servirnos de refugio.
Protegido por un grotesco y enorme mármol de sileno, cubiertas mis carnes con unos viejos trapos raptados a un endémico rey sajón, me escondí por vez primera en uno de los salones centrales del museo, detrás de carnosas palmeras ebrias de humedad.
Pronto vi aparecer a Ariadna, que marchaba con el rostro en alto, oliendo en la atmósfera cenicienta del museo mi olor a vivo; caminaba sigilosamente sobre el suelo apentagramado dos a dos, blanco y negro, negro y blanco, deslizando sus firmes pies que reptaban los mosaicos fríos, como lápidas, aferrándose perversamente al suelo. Las frías baldosas encima de las cuales sus largos y claros pies giraban, hacían ángulo hacia el centro, donde una fuente simulaba una cascada, y el hielo del piso le subió por la columna como una ola de yodo turbador. A su lado, las estatuas más antiguas imponían su estructura de sólidas, pesadas geometrías. "



El Poder de la Palabra
epdlp.com