Los buscadores de oro (fragmento)Augusto Monterroso
Los buscadores de oro (fragmento)

"Después de la palabra «página», marcando bien su condición de esdrújula, se hacía un silencio como de Beethoven, de unos tres compases, antes de arribar lánguidamente al «austera de Plutarco», con la a de Plutarco muy alargada, tal como aún la oigo y quizás como convenía para que nuestras mentes infantiles no olvidaran nunca ese nombre, como yo no lo olvidé. Cuando más tarde me enteré de quién fuera ese Plutarco, sus Vidas paralelas estuvieron siempre y están aún marcadas por la vibración de esa a alargadísima.

Convencido de nuestro talento musical, o quizá tan sólo deseoso de ver si teníamos alguno, un tiempo más tarde nuestro padre nos puso, a mi hermano mayor y a mí, un profesor particular de música que venía en las tardes a casa a tratar de enseñarnos a tocar los instrumentos, que libremente escogimos —todavía me pregunto por qué— en razón inversa a nuestro tamaño: mi hermano el violín y yo el chelo.

Nuestro profesor resultó ser un hombre bajito, abnegado y más bien tímido. Subía a nuestra casa de entonces por la estrecha acera de una calle empedrada con piedra de río, pegándose siempre lo más posible a la pared de las casas con el fin de aprovechar la sombra de los aleros de teja que lo protegiera del sol de las dos de la tarde, y deteniéndose a respirar fatigosamente cada diez o doce pasos para calcular con angustia lo que todavía le faltaba de camino empinado. Él pobre maestro Ardila, con sus zapatos polvorientos, su traje negro en el intenso calor, su peinado de raya en medio y su sonrisa resignada, se encaminaba tres veces semanales al fracaso en su empeño de hacernos avanzar en el aprendizaje del método Eslava, y más todavía en su intento de hacernos arrancar con un mínimo de limpieza las primeras notas de nuestros flamantes instrumentos. Puedo sentir aún el contacto de sus manos llevando mi izquierda hasta cerca de las clavijas del chelo y colocando ahí sobre las cuatro cuerdas cuatro de mis dedos, mientras la derecha debía posesionarse firmemente del mango (¿se llama así?) del arco para apoyar éste en las cuerdas a la altura de la cintura de avispa del instrumento.

Fracasó, es cierto, pero no por incompetencia de su parte. Después, a lo sumo, de unos cuatro meses de clases, cuando el profesor hacía su aparición, o a veces desde que por la ventana veíamos que se acercaba a casa, mi hermano y yo, dueños de planes mucho más excitantes, y puestos de acuerdo, huíamos por una puerta trasera y nos dirigíamos a toda carrera al río, o a reunirnos con nuestros amigos en algún parque, o en la dirección que nuestro miedo al aburrimiento nos diera a entender.

La música como tal era algo que a mi hermano y a mí nos gustaba mucho; pero la perspectiva de largos meses de solfeo y quién sabía de cuántos años de práctica futura de los instrumentos, nos aterrorizó. Queríamos aprender sin sufrimiento, sans larmes, y, sobre todo, sin renunciar a nuestros hábitos callejeros. Como nuestro padre no era nada severo, pronto desistió de su ilusión de vernos convertidos en músicos, probablemente se burló un poco de sí mismo, y tanto él como nosotros pasamos sin problemas a otra cosa. "



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