El mar blanco (fragmento)Roy Jacobsen
El mar blanco (fragmento)

"Le recolocó los trozos de madera para que quedasen bien equilibrados y le preguntó si echaba de menos a su padre.
Al principio pareció que no entendía a qué se refería. Luego dijo que sí. Ingrid le aseguró que pronto volvería con ellos. Mikkel también dijo que sí a eso. Ingrid se alegró por todo lo que decía. Le preguntó si el chichón azulado de la frente le dolía. Dijo que no. Ingrid le aseguró que todo pasaría pronto y continuaron caminando a través del intenso frío.
Ingrid estaba sentada en una piel de reno con la espalda apoyada contra la pared y observaba cómo Ellen y Ante retozaban a sus anchas como tambaleantes polluelos de patos de flojel en el suelo frotado con arena. Anja coció carne de cerdo salada que Ingrid había comprado a un herrero con parte del dinero que le había dado Erik Falc, aquella misteriosa deuda del viejo reverendo Malmberget.
Anja había cortado la carne en daditos. Luego había cortado las patatas y las zanahorias también en dados y lo había cocido todo demasiado tiempo. Ahora se encontraba mojando pan fino en el cuenco de madera y saboreándolo mientras miraba a los niños con el primer esbozo de sonrisa que Ingrid había visto en su rostro demacrado, una mujer cuya edad había sido devastada por la guerra y había quedado indeterminadamente entre los veinticinco y los sesenta años, como si no solo la hubieran abandonado el marido y la vida, sino también las estaciones, y, sin embargo, tenía algo, algo de lo que Ingrid carecía, una claridad sencilla y despiadada, no solo un enjambre de sombras que no cuadraban.
Ingrid recordó las palabras de Erik Falc, sobre que había descubierto el amor cuando llegó, y lo había aceptado, pero la verdad era que no había aceptado nada; solo había sido ella misma cuando ocurrió, una persona que ya no existía; y no había sangrado en dos meses.
Era «eso» lo que tenía que haberle preguntado a Eva Sofie, si podía fiarse de los días que había pasado en el hospital tal y como venían anotados en la pizarra junto a la ventana; debería haberlos repasado hora por hora, haberlos repetido y examinado, no solo lo perdido que había ocurrido en Barrøy, sino su cuerpo después de llegar al hospital.
Se levantó y apoyó los dedos sobre la cátedra, debajo de infinidad de mapamundis enrollables y desvencijados, con los cordeles danzando alrededor de su cabeza. Anja la contempló interrogante. "



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