El salvaje (fragmento)Guillermo Arriaga
El salvaje (fragmento)

"Sangre.
Desperté a las siete de la noche después de una larga siesta. Hacía calor. Un verano demasiado caliente para una ciudad casi siempre fría. Mi cuarto se encontraba en la planta baja. Mi padre lo había construido con tablas de madera aglomerada junto al baño de visitas. Sin ventanas, iluminado por un foco pelón que colgaba de un alambre. Un catre, un buró pequeño.
Los demás habitaban en la planta alta. A través de las paredes de solo dos centímetros de grosor podía escuchar su trajín diario. Sus voces, sus pasos, sus silencios.
Me levanté sudando. Abrí la puerta del cuarto y salí. Toda mi familia se hallaba en la casa. Mi abuela, sentada en el sofá café, veía un programa de concursos en la televisión, un mueble enorme que ocupaba la mitad de la estancia. Mi madre, en la cocina, preparaba la cena. Mi padre, sentado en el comedor, revisaba los folletos de su viaje a Europa. Era el primer vuelo trasatlántico de cualquier miembro de nuestra familia. Mis padres viajarían a Madrid la mañana siguiente y por dos meses recorrerían varios países. Acuclillado, mi hermano Carlos, seis años mayor que yo, acariciaba al King, nuestro perro, un bóxer leonado con una notoria cicatriz en el belfo izquierdo, producto de una cuchillada que un borracho le sorrajó cuando de cachorro le brincó encima para jugar. Dentro de su jaula, Whisky y Vodka, los periquitos australianos, saltaban ansiosos de una percha a otra en espera de que mi abuela los cubriera con un trapo para poder dormirse.
A menudo sueño con esa imagen de mi familia al despertar de esa siesta. Fue la última vez que los vi juntos. A lo largo de los siguientes cuatro años todos estarían muertos. Mi hermano, mis padres, mi abuela, los periquitos, el King.
La primera muerte, la de mi hermano Carlos, llegó veintiún días después de esa noche. A partir de entonces mi familia se precipitó en un alud de muerte. Muerte más muerte más muerte.
Tuve dos hermanos. Los dos murieron por mi culpa. Y si no fui culpable del todo, al menos sí fui responsable.
Compartí con otro esa caverna llamada útero. Durante ocho meses un gemelo idéntico a mí creció a mi lado. Ambos escuchamos al unísono los latidos del corazón de nuestra madre, nos alimentamos de la misma sangre, flotamos en el mismo líquido, rozamos nuestras manos, pies, cabezas. Hoy, las resonancias magnéticas demuestran que los gemelos luchan por ganar espacio dentro del vientre materno. Son peleas violentas, fieramente territoriales, sin tregua, en las cuales uno de los gemelos termina por imponerse.
Las convulsiones dentro de su vientre mi madre no debió considerarlas como parte de una feroz batalla. En su mente las gemelas (ella pensaba que eran niñas) cohabitaban en armonía. No era así. En una de esas escaramuzas uterinas arrinconé a mi hermano al límite de la matriz hasta provocar que se enredara con su cordón umbilical. La trampa quedó tendida: en cada movimiento el cordón se fue tensando alrededor de su cuello, asfixiándolo.
La pelea terminó cuatro semanas antes de cumplirse los nueve meses de embarazo. Sin saberlo, mi madre se convirtió en el féretro de uno de sus gemelos. Durante ocho días cargó el cadáver en lo profundo de sus entrañas. Los jugos de la muerte inundaron el saco amniótico y emponzoñaron la sangre que me nutría. "



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