Interludio azul (fragmento)Pere Gimferrer
Interludio azul (fragmento)

"Quizá éste es el dato real del que debemos partir. Es significativo que ahora casi siempre haya visto a C. en interiores en penumbra, y que mis recuerdos de ella en 1969 vayan unidos también, al menos en mi perspectiva de hoy, a interiores en penumbra, cuando no a la noche cerrada: así, aquellas dos cenas —entre diciembre de 1969 y enero de 1970—, de una de las cuales conservo una foto, que Rosa Regàs me mandó en 1970 para C. y para mí: aquella mesa, en la Barcelona invernal, intacta en su oscuridad de hielo que la luz de los faroles atravesaba como un bisturí de azogue frío; noche errabunda para los errantes que éramos. Ahora, nuestra noche se ha cerrado sobre sí misma como una capilla, o como el encaje de un mantón de Manila sideral: vivimos, C. y yo solos, bajo la cúpula del pasado que a un tiempo nos vivifica, nos exalta y nos protege. Ninguna locura hay en vivir de nuevo el pasado, si treinta y cuatro años después nos resulta posible; la pregunta o la incertidumbre debería referirse más bien al futuro, pero aquí no puedo dejar de recordar el verso de Aragon: Et l’avenir est tributaire du passé.
Ordet, precisamente: las imágenes finales de Ordet —muy despacio, la rubia mujer amada vuelve a la vida— son la metáfora de lo que veo ahora en C., lo mismo que vimos C. y yo en la media luz arrecida del cine de la calle Balmes aquella noche lustral y lejanísima: por un esfuerzo magnetizador de voluntad amante —para Dreyer, también por el poderío de la fe: ¿y no es acaso cierta forma de fe lo que en mí actúa ahora?— aquella belleza que había quedado recogida en su pomo de plata congelada mueve lentamente los ojos, los labios, luego las manos, como cuando poco a poco Kim Novak parece regresar al reino de los vivos en Vértigo, o Silvia Pinal retorna del sonambulismo en Viridiana: C. no es sin duda La Belle au bois dormant, pero parece salir, lentamente, de un largo sueño. Tras la mujer de hoy, reaflora, y la sustituye, su verdadero ser: la muchacha de 1969. Resurrección.
The dreamers: título, hoy, de una película de Bertolucci, adaptada de aquella hermosa y extraña novela —Les Enfants terribles de la cinefilia— que leí en inglés años atrás; título, anteriormente, de aquella película inacabada y fragmentaria de Orson Welles basada en un relato de Isak Dinesen, de la que sólo he llegado a ver una secuencia, de turbadora belleza nocturna. Pero esto éramos, esto somos C. y yo: soñadores. Cada uno sueña, ante todo, consigo mismo: nuestra vida no es sueño en el sentido del barroco calderoniano, sino que, cosa distinta, soñamos con nuestras vidas; le rêve éveillé, soñar con los ojos abiertos; lo contrario sería, como en el título de Max Aub, Morir por cerrar los ojos. Y la cualidad obsesiva de la belleza de C. reside precisamente en lo que algunos han percibido, con pleno error, como belleza imperfecta: no es obsesiva la Venus de Milo, sino la Fornarina o la Gioconda. Una mujer meramente «agradable» no podría habernos seducido y obsesionado a tantas personas. Es todo lo contrario: un «ángel terrible», como en la elegía de Rilke, esto es, con la terribilità de la belleza de una figura de Miguel Ángel (las esculturas de los sepulcros de los Médicis, en la penumbra de caverna de la iglesia florentina). "



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