El concierto de los peces (fragmento)Halldor Laxness
El concierto de los peces (fragmento)

"Iba una o dos veces por semana a recibir clases de aquel hombre bondadoso, de rostro alargado, ojos dulces y nuez prominente donde habitaba aquella suave voz de bajo que durante mi infancia había escuchado vibrar algunas veces, transportada por la brisa desde el cementerio; en la gola tenía una abertura para la nuez, como en los retratos de los músicos daneses, y su amable esposa me daba café y pan con queso. Yo estaba tan entusiasmado con el canto que si empezaba a practicar en el armonio de la casa de Kristín a la hora de acostarse, no podía levantarme hasta la madrugada, cuando llegaba la hora de ir a ver a Jón el Abuelo. El chantre me enseñaba de una forma carente de cualquier sistema, que no se parecía en nada a las clases habituales de canto; era como la prolongación de una charla sobre los temas más diversos, como si estuviéramos pasando el rato con algún entretenimiento inocente porque no teníamos otra cosa mejor que hacer. Nunca hubo el menor indicio que me hiciera creer que aquel músico, el más importante de Islandia, pensara que estaba malgastando su tiempo al ayudar a aquel paleto a hacer escalas. En una cosa coincidían maestro y discípulo: ninguno de los dos mencionó jamás el tema de los emolumentos. Hasta muchos años después, nunca me di cuenta cabal de que el tiempo de aquel artista, que era el único capaz de componer música en aquella época, y que además era organista de la catedral, pudiera medirse en dinero; y probablemente no se podía.
Era como si para mí no existiera ya nada más que aquella casa rebosante de luz, que me atraía de tal modo que el Instituto desaparecía entre tinieblas aunque estuviera sentado en el aula. Ante la música, palidecía casi todo lo demás. Me habría gustado poder ir a aquella casa todos los días. A veces, en plena noche, me sobrevenían unas reacciones extrañas, de pronto interrumpía mis ejercicios sin que existiera motivo alguno para ello, y salía a la calle. No me daba cuenta de nada hasta que me hallaba delante de una casa de madera revestida de chapa ondulada, pintada de rojo y con marcos blancos en las ventanas; o en el murete de piedra de una barraca que estaba justo enfrente, y clavaba los ojos en los cristales de las ventanas. A menudo podía oírse música de instrumentos y voces, que llegaban desde el interior de la casa. En algunas ocasiones se dibujaba contra los visillos una sombra en la que yo creía reconocer a la muchacha. Y aunque procuro evitar el tremendismo, tampoco estoy dispuesto a disimular, así que diré que nunca visión alguna ha ejercido sobre mí una influencia más poderosa. Primero sentía que mi corazón se detenía, y luego se lanzaba a palpitar como si estuviera dando martillazos; y después, yo me ponía en pie e iba a ocultarme como un ladrón. Los serenos me miraban de una forma extraña, por expresarlo con palabras moderadas. Me cuesta imaginar que ladrón alguno haya tenido jamás unos remordimientos de conciencia tan violentos como los que tenía yo al robar aquella sombra con mis ojos. A veces pensaba que lo único que podría salvarme era que aquella hubiera sido la sombra de cualquier otra persona.
Siempre era capaz de presentir cuándo estaba ella en la casa y cuándo no. Me sentía mejor cuando descubría que su capa no estaba colgada en el vestíbulo. Si percibía, por algún sonido apagado, su presencia en algún lugar de la casa, podía tratarse de un crujido en la escalera, de una puerta que se cerraba en el piso de arriba, o de unos pasos que me parecían familiares en la cocina, se me escapaba la concentración, me quedaba como distraído e incluso me ponía a pensar si mis botas no serían demasiado grandes. "



El Poder de la Palabra
epdlp.com