Al pie de la Torre Eiffel (fragmento)Emilia Pardo Bazán
Al pie de la Torre Eiffel (fragmento)

"Hará tres o cuatro días asistí a una representación en un café-concierto muy céntrico y muy concurrido. Después de varias canciones lúbricas e idiotas, salió una linda muchacha, que debía de ser mora, a juzgar por el tipo físico y por el traje. Muchacha la llamo, y más bien debiera llamarla chiquilla, pues podría tener de trece a catorce años a lo sumo. Sonreía con gracia púdica, y siguió sonriendo cuando el hombre que la acompañaba, forzudo tagarote vestido de beduino, la arrimó a una gran tabla puesta de pie, la hizo abrir los brazos y le dijo, en no sé qué lengua rara: «Estate quieta». Inmóvil ya la criatura, el morazo sacó del cinto un cuchillo enorme, afilado, agudo, y agarrándolo por el mango y jugando la muñeca con destreza pasmosa, lo disparó, y fue a clavarse debajo del sobaco de la muchacha. Ésta no pestañeó siquiera: la tabla, en cambio, mordida por el cuchillo a gran profundidad, retembló y vibró toda. Mano otra vez al cinto, y segundo cuchillo, que señaló el otro sobaco. La tercera arma se hincó besando la sien, y la criatura reclinó entonces la cabeza sobre el frío hierro. Cuarto cuchillo, al borde de la muñeca. Quinto, entre el dedo pulgar y el índice. Luego les tocó a los demás dedos de la mano, y en seguida, sacando un hacha cortante y reluciente, el hábil moro la envió con vigor de jayán a incrustarse entre el cuello y el hombro de la niña. Un leve temblor del pulso, un movimiento insignificante de la garganta, y la inocente cabeza hubiese rodado a tierra ensangrentada. Pero allí no estaba ningún periodista humanitario; allí no había enviado comisión alguna la Sociedad Protectora de Animales; allí no se podía hablar del salvajismo español... y los que no logran arreglar con su sensibilidad exquisita ver banderillear a un toro, contemplaron sin la más mínima emoción, con regocijo, el acuchillamiento simulado y posible de una virgencita de trece años. Hace años asistí a un baile de la Ópera en París. Era una saturnal romana con todos sus antecedentes y consiguientes. Mi familia, que me acompañaba, se acordaba de los bailes del Teatro Real, donde el pueblo español celebra el Carnaval, se solaza, galantea, embroma y ríe, pero sin convertir en bacanal el espectáculo entretenido. Cruzó ante nosotros una mujer vestida de diablesa del Fausto, escotada hasta la cintura, con el pelo teñido de color zanahoria. Un hombre, joven, gallardo, fuerte, se acercó a la ramera, aplicó los labios al carrillo embadurnado de cosmético y bermellón, y en seguida, echando mano al bolsillo del chaleco, sacó un franco y lo deslizó en una especie de cepillo o escarcela que la mujer llevaba a la espalda. El franco, al caer, hizo un sonido argentino que probó que no estaba solo. Preguntamos la significación del hecho a los amigos que nos acompañaban, y supimos que cada caricia se salda así, con un franco al cepillo. Este sistema, comparable al de las básculas automáticas, no se nos ocurriría a los españoles. Aun en medio de la crápula y del vicio, el español conserva un poquitín de idealidad, unas miajas de honrada vergüenza. Han reconstruido, en la avenida Suffren, la torre de Nesle, novelesca madriguera de la reina Margarita de Borgoña. Dentro de su recinto se celebran procesos y diversiones populares como los de la Edad Media, de los cuales hablaré más adelante. Entre estas diversiones se cuenta la picota. Una picota construida en el siglo XIX, recibe a dos o tres hombres que se prestan a darse en espectáculo echados sobre el vientre, con el pescuezo metido en un cepo, las manos en dos argollas, mientras la picota gira y los entrega a las risas del pueblo. Los infelices sienten las ansias del mareo, ven con doloroso vértigo que da vueltas la torre, el recinto, el cielo, y, sin embargo, alquilados para sufrir, se aguantan hasta que cesa su martirio. Este solaz, depresivo para la dignidad humana, cruel e inicua, no le arranca a ningún Bauer ninguna protesta. Si el que da vueltas en la picota fuese un toro. "


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