El lugar del hijo (fragmento)Leopoldo María Panero
El lugar del hijo (fragmento)

"Había luz en el apartamento de Simón cuando volví, medio aturdido, a mi casa. No sé muy bien por qué, me sentí dispuesto a hacerle una visita. Cuando hube abierto la puerta de su salón sin anunciarme, vi a Simón que, inclinado hacia adelante, dándome la espalda, parecía muy ocupado examinando minuciosamente, a la luz de una lámpara Cárcel, un objeto que sostenía entre sus manos. En el momento de entrar yo, tuvo un violento sobresalto, metió su mano en el bolsillo interior de su chaleco, y volvió hacia mí su rostro encendido por la emoción.
«Eh, ¿qué ocurre?», exclamé. «¿Te he sorprendido en medio de la contemplación de alguna miniatura de una hermosa dama? En tal caso, no hace falta que te pongas colorado; no te pediré que me lo enseñes.»
Simón lanzó una risa embarazada, pero no dio rienda suelta a las protestas que son de rigor en semejantes circunstancias. Me invitó a sentarme.
«Simón», le dije, «acabo de tener una experiencia prodigiosa, en casa de tu Madame Vulpes.»
Esta vez, se puso blanco como un sudario y adoptó un aire tan estupefacto como si hubiera sido sacudido por una descarga eléctrica. Balbuceó algunas palabras incoherentes y se dirigió rápidamente a una pequeña alacena donde tenía algunas botellas de alcohol. Su emoción me sorprendió bastante, pero yo estaba demasiado obsesionado por los conocimientos que había adquirido a tan caro precio, en el curso de aquella experiencia cuyo recuerdo parecía estar suspendido en mi alma, o al borde de ella, sin que yo me decidiera totalmente a darle acogida ni a rechazarlo, Pero la mera sospecha de que estaba por fin en posesión del secreto bastaba para producir una excitación anormal en mi espíritu.
«Tenías razón cuando llamaste a Madame Vulpes un demonio de mujer. Es más, en su caso yo me inclinaría incluso a suprimir el sentido figurado de esta expresión», continué. «Simón, ella me ha revelado esta tarde cosas tan enormes, y de una manera tan singular, que casi no tengo valor para creer en lo que he visto… y oído. Pero experimento, sin embargo, una atracción irresistible por realizar lo que, gracias a ella, de alguna manera, sé. ¡Ah, si sólo pudiese hacerme con un diamante de ciento cuarenta quilates de peso!»
Apenas el suspiro con que había acompañado la declaración de mi anhelo se hubo extinguido en mis labios, cuando Simón, como un perro 'rabioso, me lanzó una mirada salvaje y, después, abalanzándose sobre la chimenea, descolgó un kriss malayo de una panoplia de armas exóticas y se puso a blandirlo furiosamente hacia delante.
«¡No!» gritó en francés (lengua a la que volvía siempre en los momentos de sobreexcitación.) «¡No! ¡No será tuyo, hijo de Satanás! ¡Te lo ha dicho esa mujer torcida, y codicias mi tesoro! ¡Pero tendrás que matarme para apoderarte de él! ¡Yo no le tengo miedo a nada! ¡No me asustas!»
Este discurso, enunciado con una voz temblorosa de emoción, me llenó de estupor. Comprendí que, por un azar, había sorprendido un secreto de Simón, cualquiera que éste pudiera ser. Tenía que tranquilizarlo.
«Mi querido amigo», le dije entonces, «no entiendo nada en absoluto de lo que me estás hablando. He ido a consultar a Madame Vulpes a propósito de un problema científico y, gracias a ella, he descubierto que un diamante del grosor que he mencionado me era necesario para resolverlo. Ni ella ni yo hemos hecho la menor alusión a ti en toda la tarde increíble, y yo, personalmente, ni siquiera he pensado en ti una sola vez. ¿Por qué ese estallido, entonces, te lo ruego? Si estás en posesión de una colección de diamantes preciosos, no tienes nada que temer de mí. Es imposible que tengas el diamante que me hace falta; porque, si lo tuvieras, de seguro no vivirías aquí.»
Algo de mi tono de voz debió de tranquilizarlo completamente, ya que cambió de inmediato su expresión: su furor se transformó en una suerte de alegría forzada, sin que, empero, dejara de observar receloso mis movimientos. Me dijo riéndose que tenía que ser paciente con él, ya que era víctima a veces de una especie de vértigo que tomaba cuerpo en frases incoherentes, y que las crisis desaparecían tan rápidamente como habían sobrevenido. Al mismo tiempo que me daba esta explicación se desprendió de su arma y se esforzó, con cierto éxito, en adoptar un aire más feliz. "



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