Oficio de difuntos (fragmento)Arturo Uslar Pietri
Oficio de difuntos (fragmento)

"A medida que se iba acercando la fecha, murmurada o adivinada, crecía la angustia de los comprometidos. Cada hombre extraño parado en una esquina podía ser un espía. Cada gesto habitual cobraba una significación nueva. Todo se hablaba en claves vagas entre los comprometidos. «El baile», «el paseo», «el cumpleaños», «el bautizo», eran las maneras de designar el golpe. La fecha fijada se iba acercando y los movimientos nerviosos aumentaban. Las confidencias de zaguán, las llamadas anónimas por teléfono, los recados de doble significación. En las sacristías, en las puertas de los templos masónicos, se transmitían informaciones. La casa de la madre del general Dugarte se comunicaba por el fondo con una vieja casucha destartalada que daba a la calle opuesta. Cada vez que ostensiblemente iba Dugarte a visitar a su madre pasaba por el boquete, disimulado con plantas, hacia la otra vivienda donde lo aguardaban algunos de sus más allegados para ultimar detalles. Casi no había muebles y pocas luces. Allí se transmitían las órdenes más secretas y se entregaban las gruesas bolsas de lona blanca henchidas de morocotas.
Cuatro días antes de la fecha señalada, el presidente había bajado a descansar a la playa vecina. Se sentía mejor cuando se iba de la ciudad y su ambiente. En el pequeño villorrio costanero estaba su anciana madre, que pasaba allí la mayor parte del año. Vivía en una casa de abiertos corredores, llenos de helechos y palmeras. Cada vez que entraba en ella, Peláez sentía que se desplazaba hacia atrás, hacia su más remoto tiempo. Todo parecía cambiar por un momento. Estaba allí aquella misma mujer de su infancia, con su cara seca, su pelo prensado en un recio moño, sus ojos semicerrados y su palabra precisa y corta. Con una de aquellas sayas del tiempo de la frontera, gris y cerrada al cuello como blusa de hombre. Sentada en su mecedora, en la alcoba penumbrosa llena de santos y de velas encendidas. Los viejos santos de la frontera: santa Rita, la Chiquinquirá, san Judas, el Perpetuo Socorro, en pequeñas estatuas de yeso colorido o en estampas con dorados. La rodeaba el quehacer de sus mujeres de servicio. «¿Quiere aguamiel?». Le traían un vaso de aquel líquido amarillo, endulzado de azúcar rústica. Era el refresco de La Boyera. «¿Cómo sigue usted, mamá?». Hablaban poco y despaciosamente. A veces ella asomaba la petición de un cargo para un recomendado o la libertad de un preso que habían ido a pedirle. «Si se puede, cuente que lo hago». Salía como si emergiera de una profundidad. Volvía al aire de ese nuevo tiempo que todavía le parecía extraño.
Los ministros y los comandantes de fuerzas bajaban a darle cuenta. Proyectos de decretos, planes de obras y alguna referencia al movimiento sospechoso de algunos personajes.
Husmeaba un soplo de peligro. Se acercaba el fin de su mandato. Todos los cavilosos y los agalludos se estarían moviendo. Algo podía ocurrir.
Un día le anunciaron que un subjefe de batallón, poco conocido, quería hablarle. Estuvo a punto de no recibirlo. «No se pueden presentar así, cuando les da la gana». Pero le vino una corazonada. «Déjenlo pasar».
En la puerta de la habitación apareció, con aire de susto, un hombre pequeño y delgado. "



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