El cielo a tiros (fragmento)Jorge Franco Ramos
El cielo a tiros (fragmento)

"A partir de ese día todo nos cambió para siempre. Para empezar, ya no éramos cuatro en la mesa, solo tres. Nos cambiaron los hábitos, la rutina se convirtió en zozobra, el sueño en insomnio, se nos llevaron la tranquilidad, la seguridad, nos cambió la piel, la mirada, el apetito, el genio y hasta la digestión. Fernanda intentó tranquilizarnos con una mentira: —Mientras no aparezca muerto es posible que siga vivo.
Pero así no funcionaban las cosas en el mundo de Libardo. Entre ellos la muerte era un mensaje para el otro bando. La forma de morir era un aviso, una advertencia. La desaparición, el peor de los castigos, la incertidumbre infinita, la prohibición del duelo. Se lo dijimos a Fernanda, pero ella insistió en que creería cuando lo viera muerto. Fue en lo único en que coincidió con la abuela. Y el abuelo, en cambio, por andar perdido quién sabe en qué laberinto de su cerebro, en una de las pocas veces que habló, dijo: —El pobre debe estar más enterrado que una yuca.
A Julio y a mí nos medicaron con Lexotan, que a veces nos producía una risa boba. Fernanda ya tomaba de todo desde antes, su cuerpo se había acostumbrado, en cambio a nosotros, además de risa, también nos daba sed y sueño a la hora menos pensada. Solo dos cosas en nuestras vidas siguieron intactas: las clases con los profesores del colegio en la casa, y el teléfono que nunca dejó de sonar cada hora en punto. Sobre las clases, Fernanda insistió en que no podíamos atrasarnos, por ninguna razón podíamos perder el último año. Y sobre el teléfono, no dejó que cambiaran el número ni que desconectaran los aparatos en ningún momento. "



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