El laberinto de los espíritus (fragmento)Carlos Ruiz Zafón
El laberinto de los espíritus (fragmento)

"Lentamente, como si intentara caminar bajo el agua, conseguía adentrarme en el conjuro de aquella Barcelona detenida en el tiempo hasta llegar al umbral del Cementerio de los Libros Olvidados. Una vez allí me detenía, exhausto. No acertaba a comprender qué era aquella carga invisible que arrastraba conmigo y que casi no me permitía moverme. Asía el aldabón y llamaba a la puerta, pero nadie acudía a abrirme. Golpeaba una y otra vez el gran portón de madera con los puños. Sin embargo, el guardián ignoraba mi súplica. Exánime, caía por fin de rodillas. Solo entonces, al contemplar el embrujo que había arrastrado a mi paso, me asaltaba la terrible certeza de que la ciudad y mi destino quedarían por siempre congelados en aquel sortilegio y que nunca podría recordar el rostro de mi madre.
Era entonces, al abandonar toda esperanza, cuando lo descubría. El pedazo de metal estaba oculto en el bolsillo interior de aquella chaqueta de colegial que llevaba mis iniciales bordadas en azul. Una llave. Me preguntaba cuánto tiempo llevaba allí sin yo saberlo. La llave estaba teñida de herrumbre y era casi tan pesada como mi conciencia. A duras penas lograba alzarla con ambas manos hasta la cerradura. Tenía que empeñar hasta el último aliento para conseguir hacerla girar. Cuando ya creía que nunca podría hacerlo, el cerrojo cedía y el portón se deslizaba hacia el interior.
Una galería curvada se adentraba en el viejo palacio, punteada con un rastro de velas prendidas que dibujaba el camino. Me sumergía en las tinieblas y oía la puerta sellándose a mi espalda. Reconocía entonces aquel corredor flanqueado por frescos de ángeles y criaturas fabulosas que escudriñaban desde la sombra y parecían moverse a mi paso. Recorría el corredor hasta llegar a un arco que se abría a una gran bóveda y me detenía en el umbral. El laberinto se alzaba frente a mí en un espejismo infinito. Una espiral de escalinatas, túneles, puentes y arcos tramados en una ciudad eterna construida con todos los libros del mundo ascendía hasta una inmensa cúpula de cristal.
Mi madre esperaba allí, al pie de la estructura. Estaba tendida en un sarcófago abierto con las manos cruzadas sobre el pecho, la piel tan pálida como el vestido blanco que enfundaba su cuerpo. Tenía los labios sellados y los ojos cerrados. Yacía inerte en el reposo ausente de las almas perdidas. Acercaba mi mano para acariciarle el rostro. Su piel estaba fría como el mármol. Entonces abría los ojos y su mirada embrujada de recuerdos se clavaba en la mía. Cuando desplegaba sus labios oscurecidos y hablaba, el sonido de su voz era tan atronador que me embestía como un tren de carga y me arrancaba del suelo, lanzándome en el aire y dejándome suspendido en una caída sin fin mientras el eco de sus palabras derretía el mundo. "



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