Almas y cuerpos (fragmento)David Lodge
Almas y cuerpos (fragmento)

"Los obispos se encontraban en una posición particularmente difícil, ya que no podían rechazar la Humanae Vitae sin arriesgarse a desencadenar un cisma. Al final, la jerarquía más liberal del clero decidió realizar una interpretación minimalista de la encíclica: afirmó que, como sostenía el papa, la contracepción estaba objetivamente mal, pero que podía haber circunstancias subjetivas que la volvían un pecado tan venial que apenas valía la pena preocuparse y que, desde luego, no constituía una razón de peso para dejar de ir a misa o abstenerse de participar en la sagrada comunión. Gracias a este sofisma, pudieron aceptar los principios de la Humanae Vitae al tiempo que fomentaban un enfoque tolerante y flexible a la hora de aplicarla en la práctica pastoral. La mayoría de los sacerdotes que se habían quedado abatidos al conocer el contenido de la encíclica le dieron el visto bueno a este arreglo, pero algunos no quisieron o no pudieron hacerlo; si su obispo o su superior en la jerarquía eclesiástica resultaba ser conservador y autoritario, las consecuencias de semejante enfoque podían llegar a alcanzar cierta gravedad.
Estos sacerdotes, por lo general, tomaron una aguda conciencia de las contradicciones inherentes a su propia vocación. Y es que, cuanto más analizaban los motivos de su desacuerdo con la Humanae Vitae, ya fuera por la presión surgida del debate o a causa de las amenazas disciplinarias, más tendían a respaldar la idea de que el placer sexual era algo bueno en sí mismo. Y, cuanto más advertían esta tendencia, más cuestionables se volvían, a sus ojos, sus votos de castidad. Mientras que los teólogos cristianos siempre habían recelado del placer sexual, considerándolo un elemento enfrentado a la espiritualidad y tan solo permisible como parte de la función procreativa del hombre dentro del orden establecido por Dios, el voto de castidad tenía un sentido evidente. Célibe y casto, el sacerdote se hallaba materialmente libre para servir a sus feligreses y espiritualmente libre de las perturbaciones provocadas por la gratificación de la carne. Sin embargo, cuando la nueva teología del matrimonio redimió al amor sexual de la represión y la desconfianza del pasado, para pasar a celebrarlo, como afirmaba la Sociedad Teológica Católica Estadounidense, siempre que fuera «liberador para uno mismo, enriquecedor para el otro, sincero, fiel, socialmente responsable, vivificante y alegre», el valor del celibato dejó de parecer evidente, por lo que cualquier sacerdote progresista podía verse de pronto en una posición paradójica: la de defender el derecho de los seglares a disfrutar de los placeres a los que él mismo había renunciado mucho tiempo atrás, por motivos en los que ya no creía. Y entre las monjas se produjo un derrumbamiento similar con respecto al valor de la virginidad.
Por supuesto, aún podría argumentarse que el hecho de no tener familias de las que ocuparse permitía a los curas y a las monjas dedicarse al servicio de los demás; pero la validez de este argumento también se veía supeditada a la prohibición de los métodos anticonceptivos. Si se autorizaba su uso, ¿por qué no podrían casarse los curas con las monjas, y hacer voto de esterilidad en vez de voto de castidad, renunciando a la satisfacción de tener descendencia para servir a la comunidad, pero gozando aun así del consuelo de esa comunión genital interpersonal, que, según la ortodoxa sabiduría de la modernidad, resultaba esencial para la salud física y mental? Es más, dado que ahora existían nuevas maneras de controlar el funcionamiento de su cuerpo, ¿por qué las mujeres no podían ordenarse sacerdotes? La discriminación que sufren en este sentido está claramente enraizada en ciertos prejuicios derivados de su condición sexual, y no en cuestiones teológicas o lógicas. "



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