Juventud de cristal (fragmento)Luis Mateo Díez
Juventud de cristal (fragmento)

"Los Corales como eran… —decía Leva un poco obnubilada, y con la complicidad de algunos que la obedecían, cuando ciertamente el sol de la media tarde daba una iluminación de oro sucio, y en la música que subsistía de las piezas que habíamos bailado se filtraba el eco de unas notas también doradas y el silencio de los que contaban mentalmente hasta cincuenta, dejaba en los ojos, abiertos de sopetón, un fogonazo del esplendor rosado de los Corales en el que era fácil imaginar un baile de máscaras o la soledad de las infinitas parejas que se deleitaban con la felicidad de saber que en el mundo estaban ellas solas.
Sobre la montaña de escombros más escondida, al otro lado de una pared que conservaba, por encima del zócalo, los desperdicios de un mural con algunas escenas reconocibles, aunque desfiguradas por los chorretones y la intemperie, se depositaban las coronas funerarias, hechas habitualmente de papel de seda o celofán de colores.
Las coronas provenían de lo que fue una improvisada costumbre, posterior a las lápidas, con la que de manera reiterada y casi siempre secreta se expresaba algún recóndito sentimiento que no tenía reconocimiento: un deseo, una frustración, la quimera de una idea alocada o el gesto resentido de la traición y el desprecio.
Las lápidas se respetaban más que las coronas, aunque ambas eran conmemorativas. En las lápidas quedaba bastante más explícito el resultado mortal del amor que acabó o de la amistad perdida, la cruz de una desavenencia o el desamparo que pronosticaba el olvido.
Aquí yace quien él bien sabe, sin sacramentos ni bendiciones, con lo poco que se merece, se podía leer en una de las lápidas más antiguas.
Otilia Cerceda, muerta en el desconsuelo de quien con ella no tuvo la mínima consideración, marzo del año en curso.
El primo ilustrado, decía otra de las más antiguas, deja el mundo sin reparar el daño mortal a la prima indefensa, ambos fallecidos en menos de un mes, días catorce y diecisiete.
Enterrada en vida, con el dolor anónimo de la espantada de quien dijo quererla, María Silicia, a quien cariñosamente se la conoció como Marisili.
En las lápidas más recientes había menos razones de amor que rencillas y agravios, aunque si una se fijaba más atentamente, lo que yo hice en más de una ocasión acompañada de Leva o de Nacho, no era difícil detectar el filtro de los sentimientos, por el que goteaban las ansiedades y las heridas de un tormento amoroso.
Vela se fue, sin fortuna en lo suyo y atormentada en lo ajeno, decía la lápida de Vela Uceta, que siempre tuvo declarada la enemistad entre todos y era un incordio cuando nos reuníamos.
Aquí se quedó para vestir santos la que todos quisisteis y ninguno merecíais, ponía en la lápida de Ana Toba, y añadía: la más guapa y la menos presumida. "



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