Chikamauga (fragmento), de Cuentos de la Guerra CivilAmbrose Bierce
Chikamauga (fragmento), de Cuentos de la Guerra Civil

"El espacio de tierra entre la ribera y los hombres que reptaban hacia el afluente se reducía; estaba regado de objetos dispersos, artículos que, por cierto, no le sugerían ninguna asociación al líder de la marcha: una sábana enrollada a lo largo, doblada y atada por los extremos con una cuerda; una pesada mochila de campaña por allí; un rifle roto por allá. La clase de cosas que, en suma, se encuentran en la retaguardia de las tropas en retirada; el rastro de los hombres que huyen de sus cazadores. El riachuelo, a esta altura, tenía una margen de tierras bajas, y toda la ribera estaba hollada por pisadas de hombres y cascos de caballos. Un rastreador avezado hubiera notado que las huellas apuntaban en ambas direcciones, pues ese terreno había sido recorrido de ida y de regreso. Unas horas antes, estos hombres desesperados y apaleados habían penetrado la espesura del bosque por millares, junto a camaradas más afortunados. Los batallones sucesivos, moviéndose en manadas y en líneas recompuestas, habían adelantado al niño por ambos lados, casi pasando por encima de él. El traqueteo de la marcha y los murmullos no lo despertaron; los soldados entraron en combate a unos cincuenta metros de él, pero el niño no escuchó ni el rugido de los mosquetes, ni las descargas de los cañones, ni tampoco «la gritería y el trueno de los capitanes». Siguió durmiendo durante toda la batalla, sosteniendo su pequeña espada de madera, acaso apretándola con más fuerza, sintiendo una inconsciente simpatía por el ambiente marcial, pero desentendido de la majestuosidad de la lucha, al igual que aquellos que habían caído en la persecución de la gloria.
El fuego subía por los árboles de la ribera del otro lado, se reflejaba desde la copa de su propia humareda, y ahora colmaba todo el paisaje, convirtiendo la sinuosa neblina en vapor de oro. El agua irradiaba destellos rojos y también lucían rojas muchas de las piedras que sobresalían en la superficie; pero eso era sangre, pues los heridos de menor gravedad las habían coloreado al franquear el riachuelo. Pisando esas mismas rocas, el crío atravesó el arroyo con pasos ansiosos, en búsqueda del fuego. Tras llegar a la otra orilla, se volteó para ver a sus compañeros de marcha, que ya alcanzaban el curso de agua. Los más fuertes ya se habían arrastrado hasta el borde y habían metido sus cabezas en la corriente. Tres o cuatro de ellos yacían sin moverse y parecían estar descabezados. Viendo esto, el crío abrió los ojos de puro asombro, pues incluso su maleable intelecto no conseguía aceptar un fenómeno que implicara ese tipo de vitalidad. Tras saciar su sed, esos hombres no habían tenido fuerzas para sacar sus cabezas del agua o echarse hacia atrás, y se habían ahogado. Atrás de estos cadáveres, los espacios ralos del bosque enseñaban al líder tantas figuras amorfas como al principio de su campaña; pero muchas de ellas ya no se movían. Se sacó el sombrero para animarlos y apuntó con su espada en dirección al pilar de luz. El pilar de fuego de este éxodo inaudito. "



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