Clases de Chapín (fragmento)Eduardo Halfon
Clases de Chapín (fragmento)

"Más allá de algunas grietas en las paredes, nuestra casa se había dañado poco. Y el desorden de las primeras horas —macetas y lámparas tumbadas, libros caídos de sus repisas, cuadros torcidos, sillas volteadas o en lugares equivocados— fue velozmente compuesto por Pía y Márgara, Piedad y Margarita, las sirvientas.
El polvo, claro, duró un poco más.
Todo había amanecido velado por una capa de polvo muy fino, muy blanco, como si alguien, durante la noche, hubiese decidido esparcir gamonalmente un bote entero de talcos. Mi hermano y yo, entonces, sentados ya en un largo pasillo, nos pusimos a dibujar con el índice figuras muy rudimentarias sobre el piso de granito color crema: casas, árboles, carros, trenes, montañas, el sol y la luna y una nube, familias de palos con caritas alegres o caritas tristes. Éramos demasiado niños para escribir palabras. Al rato llegaron Pía y Márgara y pasaron sus trapeadores por todo el pasillo y nosotros, incrédulos, observamos nuestros dibujitos desaparecer. Entramos rápido al baño de visitas y en la semipenumbra (no había luz) dibujamos sobre las baldosas, en el lavamanos, en la tapadera del inodoro, hasta que de nuevo llegaron ellas y lo borraron todo con sus trapos y trapeadores. Luego en la sala, en los dormitorios, en el estudio de mi papá. Pía y Márgara entraban unos minutos después que nosotros y desde la puerta contemplaban nuestros trazos infantiles, riéndose tímidamente entre ellas antes de echarnos de allí en tono cariñoso y ponerse a limpiar. Con mi hermano, de una manera muy ingenua, por supuesto, entendíamos la intemporalidad de ese jueguito, y nos marchábamos corriendo en búsqueda de nuevos y más grandes lienzos por toda la casa. Y el final de esa búsqueda, el último espacio aún empolvado de la casa, fue el clóset de mis papás.
Era un clóset inmenso, aún más inmenso en el panorama de un niño. La ropa de mi papá estaba colgada de un lado, la ropa de mi mamá del otro. Nos sentamos en medio, reconfortados equitativamente por ambos olores, mal iluminados por una ventanita en alto que daba al jardín. Debido a los gritos de afuera, era evidente que mis primos habían iniciado un juego de un, dos, tres, cruz roja.
Yo estaba dibujando algo sobre el piso de madera cuando sentí o percibí que mi hermano ya no. Alcé la vista y en la suave luz todavía logré distinguir su silueta metida entre los sacos y abrigos de mi papá colgados a mediana altura. Seguí dibujando con el dedo. De pronto se detuvo el frufrú de sacos y abrigos. Pero yo seguí dibujando a pesar del silencio o quizás aún más tranquilo y concentrado debido al silencio. Sabía que mi hermano continuaba allí, escondido en la ropa de mi papá, aunque habían transcurrido ya varios minutos sin ningún ruido, nada, ni los sacos rozándose entre sí, ni sus pasitos crujiendo sobre la duela, ni siquiera su respiración.
En eso escuché un tronido seco. Levanté la cabeza. Volví a escuchar ese mismo tronido seco, áspero, breve, irreconocible. La ropa empezó a moverse muy ligeramente, como por una frágil brisa. Hice un esfuerzo visual y logré distinguir la sombra que era mi hermano surgir de entre los sacos oscuros y quedarse allí, de pie, enfrente mío, inmóvil, torpemente sosteniendo en sus dos manitas una pistola negra. "



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