La piel fría (fragmento)Albert Sánchez Piñol
La piel fría (fragmento)

"Nunca estamos infinitamente lejos de aquellos a los que odiamos. Así pues, por la misma razón, podríamos creer que no estaremos nunca absolutamente cerca de aquellos a los que amamos. Cuando me embarqué ya conocía este principio atroz. Pero hay verdades que merecen nuestra atención, y otras con las que no nos conviene dialogar.
Al amanecer vimos la isla por primera vez. Hacía treinta y tres días que los delfines habían abandonado nuestra popa y diecinueve que la tripulación expelía nubes de vaho. Los marineros escoceses se protegían con guantes que les llegaban al codo. Vestían pieles tan contundentes que hacían pensar en cuerpos de morsa. Para los senegaleses aquellas latitudes frías eran un suplicio, y el capitán toleraba que empleasen la grasa de las patatas como protector, en las mejillas y en la frente. La sustancia se diluía y se les metía en los ojos. Les caían las lágrimas, pero no se quejaban nunca.
—Su isla. Observe, al final del horizonte —me dijo el capitán.
No supe verla. Solo aquel mar frío, como siempre, taponado por nubes distantes. A pesar de que estábamos muy al sur, las formas y los peligros de los icebergs antárticos no habían animado la travesía. Ninguna montaña de hielo, ni rastro de aquellos gigantes a la deriva, naturales y espectaculares. Sufríamos los inconvenientes del sur pero se nos negaba su majestuosidad. Mi destino, pues, estaba en el umbral de una frontera gélida que nunca traspasaría. El capitán me tendió el catalejo. ¿Y ahora? ¿La ve? Sí, la vi. Una tierra aplastada entre los grises del océano y del cielo, rodeada por un collar de espuma blanca. Nada más. Aún tuve que esperar una hora entera. Después, a medida que nos acercábamos, los contornos se hicieron visibles a simple vista.
Allí estaba mi futura residencia: una extensión que de punta a punta a duras penas alcanzaba el kilómetro y medio, en forma de letra ele. El extremo norte era una elevación granítica ocupada por el faro. Destacaba su altura de campanario. No imponía exactamente por su tamaño, pero las reducidas dimensiones de la isla le otorgaban, por contraste, una consistencia megalítica. Al sur, en el talón de la ele, una prominencia menor, asomaba la casa del oficial atmosférico. O sea, la mía. Una especie de valle estrecho en el que proliferaba la vegetación húmeda unía ambas construcciones. Los árboles crecían como un rebaño de reses, apretándose los unos contra los otros, buscando refugio en los cuerpos ajenos. El musgo los abrigaba. Un musgo más compacto que los matorrales de los jardines y alto hasta la rodilla, fenómeno curioso. Manchaba los troncos como una lepra de tres colores: azul, violeta y negro. "



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