Como si yo no estuviera (fragmento)Slavenka Drakulic
Como si yo no estuviera (fragmento)

"Trae consigo a H. Tiene los ojos vidriosos. Parece que no ha venido porque las chicas hayan armado un escándalo, sino porque H. no era capaz de llegar sin ayuda hasta la habitación. Vuelve a cerrar con llave. Ellas se quedan solas con el hedor insoportable.
H. tiene la vista clavada en un punto y no parpadea, como si la hubieran hipnotizado. Está blanca como la pared en la que se apoya. Da la impresión de que ve algo que las otras no ven. La noche pasada vinieron dos tipos y se la llevaron. Estaba de buen humor. S. reconoce los síntomas de un trauma y sabe que está relacionado con los soldados. H. no puede hablar, solo repite: «¡No, no!». Luego solloza con la cabeza baja.
Aguardan el amanecer despiertas. En el cuarto reina una inquietud extraña. Las chicas presienten que ocurre algo insólito. S. percibe que las embarga el miedo, ese miedo que aflora de golpe a la superficie, como una erupción en la piel. Todo aquello horrible y amenazador que las rodea diariamente —el campo, la muerte— se hace de repente palpable y visible mientras la pestilencia desconocida se enrolla alrededor de sus cuellos.
En su pequeña comunidad femenina solo es real lo que les ocurre a ellas, a cada una de ellas en particular. Fuera de eso la existencia se vuelve cada vez más incomprensible. Hasta cierto punto están aisladas de la vida cotidiana del campo de internamiento. Funcionan de forma especial, como una estación de servicio. No obstante, les parece que así pueden sobrevivir. Han aprendido. No les queda más remedio. Saben que inspiran compasión entre las otras reclusas del campo. Ellas no tienen fuerzas para auto compadecerse, en su situación les parece un lujo. Es más, sienten que con el tiempo se han hecho más fuertes, más resistentes. Cada mañana se curan las heridas, felices de haber sobrevivido una noche más. Es de día, todas han abierto los ojos. Y a lo mejor la noche que viene es tranquila, o les traerán pan recién hecho. O si hay combates en las proximidades, entonces los soldados tienen que ocupar sus puestos y las dejan en paz un tiempo. La felicidad es para ellas un instante de descanso entre dos horrores.
El mal olor no se va. Las chicas se agolpan como animales desorientados. S. dice que el hedor le recuerda la piel quemada, que una vez, de pequeña, se quemó el muslo con el fuego de la cocina. Habla en susurros, pero H. se estremece de repente. Levanta la cabeza. «¡Eso, eso!», balbucea como un niño que aún no ha aprendido a hablar. Tiembla. La envuelven con una sábana, le dan agua. Traga con avidez, como si no creyese estar aún viva. El agua resbala por su barbilla y le moja la camiseta. «Tranquilízate, estás con nosotras», le dice S., y acaricia su pelo sudoroso. Por fin empieza a respirar con normalidad. «Es verdad», dice H., «lo del mal olor. Es el hedor de la carne humana. Los soldados queman los cadáveres de los reclusos del campo».
Ahora habla muy serena. Sus palabras se pierden en el silencio, se diría que no las ha pronunciado, o que lo ha hecho en voz muy baja. Pero, naturalmente, todas las chicas lo han oído. S. se fija en la transformación de sus caras. Primero reflejan incredulidad y luego espanto. Necesitan tiempo para comprender que la fetidez, el hedor insoportable, es el olor de los cuerpos que arden. ¿Puede la carne humana apestar así…, exhalar un olor tan inhumano?
H. cuenta que cuando los soldados vinieron por ella ya estaban muy borrachos y que, después de haberla torturado, la llevaron al patio de detrás del edificio. "



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