Debes saberlo todo (fragmento)Isaak Babel
Debes saberlo todo (fragmento)

"El samovar se apagaba lentamente. La abuela bebió su último vaso de té, que ya se había enfriado, y chupó un terrón de azúcar en su boca desdentada. «Tu abuelo», dijo, «contaba muy bien las historias. No creía en nada, pero tenía confianza en la gente. Dio a sus amigos todo su dinero, pero cuando tuvo que recurrir a ellos le arrojaron por las escaleras, y a raíz de eso no quedó muy bien de la cabeza». Y procedió a hablarme del abuelo. Era un hombre grueso, con una lengua mordaz, apasionado y arrogante. Tocaba el violín, por la noche escribía ensayos, y sabía todos los idiomas. Le dominaba una sed insaciable de vida y de conocimientos. La hija de un general se había enamorado del hijo mayor de los abuelos, y esto había sido la ruina del muchacho. Se convirtió en un vagabundo y un jugador, y murió en el Canadá a los treinta y siete años. Todo lo que le quedaba a la abuela éramos mi padre y yo. El resto había desaparecido. Para ella el día se iba oscureciendo en noche y la muerte se acercaba lentamente. Guardó de nuevo silencio, bajó la cabeza y empezó a llorar. «¡Estudia!», dijo, de pronto, con gran vehemencia. «Estudia, y lo conseguirás todo —¡fama y dinero! Debes saberlo todo. El mundo entero caerá a tus pies y se arrastrará ante ti. Han de envidiarte todos. No confíes en la gente. No tengas amigos. No les prestes dinero. ¡No les entregues tu corazón!».
No dijo nada más. La habitación quedó en silencio. Mi abuela pensaba en los años pasados y en todas sus desventuras. Pensaba en mi futuro, y sus enérgicos mandamientos abrumaron pesadamente —y para siempre— mis débiles e inexpertas espaldas. En el oscuro rincón, la estufa de hierro fulguraba al rojo vivo y despedía un terrible calor. Yo estaba ardiendo y sofocado, y hubiera querido salir al aire fresco, escapar, pero no tenía siquiera fuerzas para levantar la cabeza. De la cocina llegó un estruendo de vajilla rota. La abuela se dirigió allí. Era la hora de la cena. Casi enseguida oí su voz áspera e indignada. Estaba gritándole a la sirvienta. Yo me sentí incómodo y disgustado. ¡Había estado, hasta hacía un momento, tan llena de paz, de tristeza! La sirvienta le contestó algo. «¡Fuera, pazpuerca!», oí gritar a la abuela con furia incontrolada en una voz insoportablemente aguda y penetrante. «¡Yo soy la que da órdenes aquí! Estás rompiendo mis cosas. ¡Fuera!». No soportaba el ronco sonido metálico de su voz. La veía a través de la puerta entornada. Su cara estaba tensa, el labio inferior le temblaba de rabia, tenía la garganta hinchada. La sirvienta intentaba decir algo. «¡Vete!», dijo la abuela. Ahora todo estaba callado. La sirvienta, encogida y de puntillas, como si temiera romper el silencio, se escabulló de la cocina. Cenamos sin decir una palabra. Comimos bien y abundantemente, y sin apresurarnos. Los translúcidos ojos de la abuela estaban inmóviles, y yo no sabía lo que contemplaban. "



El Poder de la Palabra
epdlp.com