Hermann y Dorotea (fragmento) Goethe
Hermann y Dorotea (fragmento)

"Así dialogaban los hombres. La madre, entretanto, se fue a buscar al hijo, primero delante de la casa, en el banco de piedra donde solía sentarse. Al no encontrarle allí fue al establo, para ver si estaba cuidando los magníficos caballos sementales, que había comprado cuando eran potros y que no confiaba a nadie. El mozo le dijo: «Ha ido a las huertas». La madre atravesó aprisa los largos corrales dobles, dejó atrás los establos y bien construidos graneros, llegó a las huertas, que se extendían hasta las murallas de la ciudad, las atravesó, disfrutando con todo lo que crecía, enderezó los rodrigones, sobre los que descansaban cargadas de fruto las ramas del manzano y las del peral, tan pesadas, quitó algunas orugas de las coles, que crecían con lozanía, pues una mujer laboriosa no da ningún paso en vano. Llegó hasta el límite de las extensas huertas, hasta el cenador cubierto con madreselvas. No encontró allí al hijo, como tampoco le había visto en las huertas. Pero estaba sólo entornada la puerta del cenador, que, por privilegio especial, había abierto, en tiempos pasados, a través de la muralla, uno de los abuelos que fue digno alcalde. Y por eso pasó cómodamente al otro lado del seco foso, donde, junto a la carretera, asciende por empinado sendero la bien cercada viña, de cara al sol. También subió por ahí la madre, y disfrutó viendo lo llenos que estaban los racimos, apenas cubiertos por las hojas. El alto emparrado, que atravesaba la viña por el centro, daba espesa sombra, los escalones eran de losas sin labrar. Colgaban los racimos de albillo y moscatel, rojizos y azulados a un tiempo, de tamaño muy grande, todos diligentemente dispuestos y preparados para ser adorno del postre de los huéspedes. El resto de la viña estaba plantado con cepas de racimos más pequeños, que dan exquisito vino. Así ascendía, pensando ya con alegría en el otoño y en el día solemne en el que todos los labradores del contorno vendimian la uva y la pisan y reúnen el mosto en toneles, por la noche refulgen y retumban por todas partes y confines los fuegos artificiales, y así se festeja con grandísima belleza la cosecha. Pero, después de llamar dos y hasta tres veces al hijo, y oír que sólo volvía, repetido y muy palabrero, el eco, que resonaba desde las torres de la ciudad, se fue más intranquila. No estaba acostumbrada a buscarle; nunca se alejaba, y, cuando lo hacía, se lo decía, para evitarle a su querida madre la preocupación y el miedo a que le sucediera una desgracia al hijo. Pero seguía esperando encontrarle por el camino; pues ambas puertas de la viña, la baja y la alta, estaban abiertas. Se adentró en el campo de amplia superficie que cubría la ladera posterior de la colina. Aún seguía caminando por tierras propias, y le regocijaban sus mieses y el grano, que se inclinaba magníficamente y se movía con dorada lozanía por toda la campiña. Atravesó, por la linde, el sendero entre los campos, y se quedó contemplando el gran peral, que se alzaba en la colina, y hacía de límite de los campos que pertenecían a su casa. No podía saberse quién lo había plantado. En la comarca se veía desde muy lejos, y su fruta era famosa. Bajo sus ramas solían tomar la comida al mediodía los segadores, y los pastores cuidaban el ganado a su sombra; había allí algunos bancos de piedra y césped. Y no se equivocó. Allí estaba sentado, descansando, su Hermann: apoyado en el brazo, parecía contemplar el contorno, hacia el otro lado de la montaña, de espaldas a su madre. Ésta se acercó quedamente y le rozó suavemente el hombro. Hermann se volvió rápidamente, y ella vio lágrimas en sus ojos. "


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