La historia del buen viejo y la bella señorita (fragmento)Italo Svevo
La historia del buen viejo y la bella señorita (fragmento)

"La nota con la que el viejo citó a la joven para encontrase de nuevo fue escrita pocos días después, mucho antes de lo que él había previsto aquella noche al acostarse. La escribió sonriendo, contento de sí. Se ilusionó al imaginar que esta segunda visita le traería más alegrías. Por el contrario, fue idéntica a la primera. Cuando despidió a la muchacha fue tan prudente como la primera vez, advirtiéndole que regresaría a su lado solamente cuando él volviera a llamarla. Para la tercera cita la reclamó aun con más prisa, pero la despedida fue igual que las otras veces. Nunca llegó a fijar de inmediato la próxima reunión. De esta manera, el buen viejo siempre estaba feliz cuando llamaba a la muchacha y cuando la despedía, es decir, cuando se proponía regresar a la virtud. Si al despedir a la joven hubiera establecido enseguida la próxima cita, habría vuelto a la virtud de manera incompleta. Así, en ausencia de compromiso, su vida permanecía ordenada y virtuosa, a excepción de brevísimos intervalos.
De los encuentros no habría más que decir si el viejo, un tiempo después, no hubiera sido dominado por unos celos locos. Locos no por su violencia sino por su extrañeza. Esto es, que no se manifestaban cuando le escribía a la jovencita puesto que era el momento en que se la quitaba a los otros; ni tampoco al despedirla pues en ese instante, por su propia voluntad, la entregaba por completo a los demás. Sus celos acompañaban al amor en un espacio de tiempo. Así, el amor se realzaba y la aventura se tornaba más verdadera que nunca. Una delicia y un dolor indescriptible. En determinados momentos se apoderaba de su mente la idea de que la jovencita, sin duda, tenía otros amantes, todos jóvenes, mientras que él era un viejo. No sólo se compadecía de sí mismo –¡ay cuánto!– sino también de ella, que podía perder así toda posibilidad de una vida decorosa. ¡Pobre si confiaba en los otros como había confiado en él! En los celos asomaba su propia culpa. Por eso, para compensar su mal ejemplo, el viejo se acostumbró a dar un sermón justo mientras hacían el amor. Le explicaba cuántos peligros podían traerle los amores desordenados.
La jovencita manifestaba no tener más que un amor, aquel que sentía por él. «¡Pues bien!», exclamaba el viejo, ennoblecido al mismo tiempo por el amor y la moral, «si tú, para volver a la virtud tuvieras que decidir no verme más, yo me sentiría satisfecho». A esto la jovencita no respondía, y por buenas razones. Para ella la aventura era tan clara, que no le era posible mentir como él lo hacía. No era conveniente dejar aquella relación, por el momento. Además le resultaba fácil callar cuando él la cubría de besos. Cuando él se permitía un desahogo más sincero y hablaba, atribuyéndole otros amantes, entonces ella
tomaba la palabra: ¿Cómo podía creer algo semejante? Para empezar, ella no recorría las calles de la ciudad más que en tranvía; en segundo lugar, su madre la vigilaba y, finalmente, nadie quería saber nada acerca de ella, ¡pobrecita! Enseguida dejaba caer un par de lágrimas. Dudosa palabrería aquella que se sirve de tantos argumentos. Entre tanto, del viejo desaparecían el amor y los celos y, entonces, podían regresar a la cena. "



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