Nunca llegarás a nada (fragmento)Juan Benet
Nunca llegarás a nada (fragmento)

"Desaparecieron muebles y se cerraron habitaciones inútiles; toda la casa se redujo a cuatro dormitorios, un comedor y el cuarto de estar, así como el salón de sesiones, siempre cerrado, preparado y conservado para la media docena de recepciones anuales y veladas de buen tono con que mi abuela pretendió alejar durante algunos años el espectro de la ruina. La casa se fue ahuecando, abarquillando y agrandando; se fue cubriendo de polvo y manchas de humedad, las escarpias mortíferas aparecieron por los pasillos en penumbra, y unos visillos agujereados se hinchaban y deshinchaban al compás de los torturados adagios, los malogrados ecos de Weber y Beethoven con que mi tía Carmen se demostraba capaz de adelantar a su antojo la hora del crepúsculo. En la casa de Cordón no quedó más que una pobre mujer repentinamente envejecida y craquelada. Mi abuela me había prohibido rondar la casa; era un espectro color lana cruda que por las mañanas salía a recoger manojos de leña y fajina bajo los olmos, corriendo a refugiarse en la cabaña tan pronto como se oían unos pasos sobre la hojarasca; que dejaba pasar las tardes sentada en un rincón del suelo, contando una y otra vez el dinero que guardaba en la vieja caja de frutas, vestida con un viejo traje de noche deshilachado, de amplio escote y color azulón, o mirando al techo, meneando la cabeza desgreñada y canturreando entre risas convulsas y violentos hipidos, meciendo en el aire el fantasma de un niño. Una tarde que había acompañado a José a recoger unas patatas —unas patatas pequeñas y negras como higos secos que él cultivaba en la antigua alberca— vimos un hombre a caballo que se acercaba lentamente hacia la casa. Había estado lloviendo y las gotas brillaban aún en las ramas; llevaba un sombrero ancho y claro, un grueso abrigo con el cuello subido, y se dejaba llevar por el caballo, con los ojos casi cerrados. Cuando llegó a nuestra altura José se adelantó al camino, dejándome al cuidado de las patatas. Sólo vi una cara muy negra, pequeña y arrugada como la de un chino y una voz que le hablaba a José con un acento cantarín que yo no había oído nunca. Aquella tarde hubo gran agitación en la casa antes de cenar; mi abuela se paseaba por el comedor y el cuarto de estar retorciendo entre sus dedos una punta de la mantilla mientras la tía Carmen tocaba el piano más traspuesta, equivocándose más que de ordinario, hasta que la abuela le cerró el piano de un manotazo, no pillándole los dedos por un pelo. Me dieron de cenar solo, en la cocina, mientras a través de los tabiques se oía el traslado de muebles; me acostaron en la habitación de la tía Carmen, en un colchón en el suelo junto a su cama. Una detrás de otra vinieron las tías y a la tercera logré convencerlas de que dormía. Luego las oí cenar y sorber y suspirar más hondo que de costumbre; mi abuela levantó la voz un par de veces. Muy tarde —pero yo seguía a la escucha, contando con los dedos para mantener la atención despierta— se oyó el ruido de un coche en el jardín y las cuatro mujeres se levantaron de la mesa a espiar detrás de las persianas. "


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