El amigo manso (fragmento)Benito Pérez Galdós
El amigo manso (fragmento)

"Después de reflexionar largo rato, vi claro, y consideré que sería el colmo de la pedantería sacar a relucir el dogmatismo cristiano, los Santos Padres, la filosofía, la ciencia social, la fraternidad y la economía política. Me pareció ridícula la fiebre de erudición que me entró al ver mi biblioteca y consideré a qué locos extravíos conduce la manía de hacinamiento de libros. La erudición es un vicio que tiene sus embriagueces. Librémonos de ella, mayormente en ciertos actos, y aprendamos el arte de llevar a cada sitio y a cada momento lo que sea propio de uno y de otro y encaje en ambos con maravillosa precisión. Volví la espalda a mi biblioteca y me dije: «Cuidado, amigo Manso, con lo que haces. Si en esa famosa velada te descuelgas con un mosaico de erudición tediosa o con un catafalco de filosofía trascendente, el público se reirá de ti. Considera que hablarás delante de un senado de señoras, que estas y los pollos y todas las demás personas insustanciales que a tales fiestas asisten, estarán deseando que acabes pronto para oír tocar el violín o recitar una poesía. Prepara una oración breve, discreta, con su golpecito de sentimiento y su toque de galantería a las damas; es decir, que cuando se te escape alguna filosofía, eches luego una borlada de polvos de arroz. Di cosas claras, si puede ser, bonitas y sonoras. Proporciónate un par de metáforas, para lo cual no tienes más que hojear cualquier poeta de los buenos. Sé muy breve; ensalza mucho a las señoras que se desviven arreglando funciones para los pobres; habla de generalidades fáciles de entender, y ten presente que si te apartas tanto así de la línea del vulgo bien vestido que ha de oírte, harás un mal papel, y los periódicos no te llamarán inspirado ni elocuente».
Esto me dije, y dicho esto me callé y me puse a comer, pues aquel día pude también evadirme, por rara suerte, de la comida oficial de mi hermano para consagrarme con sabrosa tranquilidad a la olla doméstica.
La próxima velada y el compromiso que contraje me tenían preocupado. No han sido nunca de mi gusto estas ceremonias, que con pretexto de un fin caritativo sirven para que se exhiban multitud de tipos ávidos de notoriedad. Si algún tiempo antes me hubieran dicho: «Vas a hablar en una velada caritativa» lo habría juzgado tan absurdo como si dijeran: «Volarás». Y sin embargo, ¡oh, Dios!, yo volé.
Pero un desasosiego mayor que este de pensar en mi discurso me entristeció por aquellos días. Una tarde fui a casa de José María con intención decidida de ver a Irene y de hablarle un poco más explícitamente, porque mi propia reserva empezaba a atormentarme, y me cansaba del papel de observador que yo mismo me había impuesto. La determinación de sentimiento iba tomando tal fuerza en mí de día en día, que andaba la razón algo desconcertada, como autoridad que pierde su prestigio ante la insolencia popular. Y doy por buena esta figura, porque el sentimiento se expansionaba en mí al modo de un popular instinto, pidiendo libertad, vida, reformas, y mostrándome la conciencia de su valer y las muestras de su pujanza, mientras la rutinaria y glacial razón hacía débiles concesiones, evocaba el pasado a cada instante y no soltaba el códice de sus rancias pragmáticas. Yo estaba, pues, en plena revolución, motivada por ley fatal de mi historia íntima, por la tiranía de mí propio y por aquella manera especial de absolutismo o inquisición filosófica con que me había venido gobernando desde la niñez.
Aquel día, pues, el brío popular era terrible; se habían desbordado las masas, como suele decirse en lenguaje revolucionario, y la Bastilla de mis planes había sido tomada con estruendo y bullanga. Acordándome de Peña y de sus ideas sobre la necesidad de lo dramático en cierta parte de la vida, me parecía que tenía razón. Era preciso ser joven una vez y permitir al espíritu algo de ese inevitable proceso reformador y educativo que en Historia se llama revoluciones.
«Basta de sabidurías —me dije—; acábense los estudios de carácter, y las disecciones de palabras que me enredan en mil tormentosas suspicacias y cavilaciones. ¡Al hecho, a la cosa, al fin! Planteada la cuestión y manifestados mis deseos, toda la claridad que haya en mí se repetirá en ella, y la veré y apreciaré mejor. Así no se puede vivir. ¡Ay de aquel que en esto de mujeres imite al botánico que estudia una flor! ¡Necio! Aspira su fragancia, contempla sus colores; pero no cuentes sus pistilos, no midas sus pétalos ni analices su cáliz, porque así, mientras más sepas más ignoras, y sabrás lo menos digno de saberse que guarda en sus inmensos talleres la Naturaleza».
Así pensaba, y con estas ideas me fui derecho a su cuarto. ¡Desilusión! Irene no estaba. Las niñas tampoco. Lica salió a mi encuentro y me explicó el motivo de la ausencia de la maestra. Había ido a casa de su tía a arreglar sus cosas. Parece que estaban de mudanza. Doña Cándida había tomado un cuartito muy mono y recorría las almonedas para procurarse muebles baratos con que arreglarlo. Irene estaba en la antigua casa de mi cínife poniendo en orden sus objetos para la mudanza, y ayudando a su tía.
Quise ir allá, pero Lica me retuvo. Tenía que darme cuenta de los malos ratos que estaba pasando con el ama de cría, cuya bestial codicia, iracundo genio y feroces exigencias, no se podían soportar. Todos los días armaba peloteras con la mulata, y se ponía tan furiosa, que la leche se le echaba a perder, y mi buen ahijado se envenenaba paulatinamente. Cuanto veía se le antojaba, y como Manuela le hacía el gusto en todo, llegó un momento en que ni con faldas de terciopelo, ni con joyas falsas o finas se la podía contentar. Cuando la contrariaban en algo, ponía un hocico de a cuarta, y era preciso echarle memoriales para sacarle una palabra. No mostraba ningún cariño a su hijo postizo, y hablaba de marcharse a su casa con su hombre y los sus mozucos. Varios objetos de valor que habían desaparecido fueron descubiertos sigilosamente en el baúl de la bestia. Lica le tenía miedo, temblaba delante de ella, y no se atrevía a mostrarle carácter ni a contrariarla en lo más ligero. "



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