Civilizaciones (fragmento)Laurent Binet
Civilizaciones (fragmento)

"Había prohibido a sus hombres tomar los víveres de los habitantes de los lugares por donde pasaban, lo que obligaba a una intendencia colosal. De nuevo, como en la época de la guerra civil que lo había enfrentado a Huáscar, el ejército imperial se estiraba bajo una nube de polvo. Había ahora menos papagayos y cobayas en jaulas, menos llamas, menos jaguares y pumas amaestrados, pero más corderos y bueyes, más artillería, cañones y carretas repletas hasta arriba de barriles de pólvora, más los halcones por el cielo y los perros corriendo a lo largo de las columnas de soldados.
Mandó construir cuarteles, depósitos que al principio llenó con los víveres traídos de Andalucía, algunos de los cuales provenían incluso de Tahuantinsuyo.
Al llegar a Gante, ordenó instalar un campamento gigantesco.
Recorrió en muy poco tiempo todas las poblaciones que se habían sublevado y dejó en ellas nuevos gobernadores y una guarnición. Luego regresó al campamento para que sus hombres descansaran y, sin tomarse la molestia de cambiarse, entró en la ciudad con una escolta reducida, flanqueado por sus dos generales, Rumiñahui y Chalco Chímac. (Quizquiz, afectado por la muerte de Felipe, se había quedado en Sevilla para cuidar de la capital del reino.) Franqueó un fortín cuyo rastrillo había sido levantado, luego ascendió por un camino desierto bordeado de casas con los postigos cerrados hasta llegar a una gran plaza donde se alzaba uno de esos templos de piedra con el campanario elevado al cielo. Siempre le llamaban la atención los edificios de varios pisos. Aquí, la piedra era roja, como en Granada, pero los tejados de las casas eran más puntiagudos y almenados. Cada región tenía su propio estilo, Atahualpa apreciaba esa variedad.
Un rudimentario canal atravesaba la plaza.
Una muchedumbre se había congregado en ella.
Las mujeres y los niños fueron a su encuentro con ramas verdes en las manos, exclamando en la lengua de los franceses: «Único señor, hijo del Sol, consuelo de los pobres, perdónanos».
(El eco de las reformas que había acometido en España había llegado hasta esas provincias.) El Inca los recibió con mucha clemencia y mandó decirles que habían sido sus diputados en Flandes la causa de las desgracias que les habían ocurrido. Que, por lo demás, él perdonaba sinceramente a todos los rebeldes; que venía a verlos en persona para que, al oír el perdón de su propia boca, se quedaran más satisfechos y perdiesen todo el miedo que su falta pudiera provocarles. Ordenó que se les diera cuanto necesitaran, que se los tratase con amor y caridad, y que se garantizara especialmente la subsistencia de las viudas y de los huérfanos, hijos de aquellos que habían muerto en los enfrentamientos contra las tropas de la regencia.
Los habitantes se habían temido una gran masacre. (Todavía guardaban en su memoria lo sucedido en Toledo.) Por eso su discurso fue recibido con gran alegría y la muchedumbre prorrumpió en aclamaciones. Unos lo besaban; otros le secaban el sudor del rostro; otros le quitaban el polvo que lo cubría, otros le arrojaban flores y hierbas aromáticas. El Inca llegó así al gran templo, donde, según los ritos de los seguidores del dios clavado, se celebró una ceremonia en su honor. Luego fue a visitar a los notables de la ciudad, a quienes aseguró que no se les pediría ningún impuesto más. A cambio, exigió tan solo una parte de su tiempo de trabajo para llenar sus almacenes. "



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