Detrás de la puerta (fragmento)Giorgio Bassani
Detrás de la puerta (fragmento)

"En su opinión, no había nada más «apropiado» para desarrollar «las facultades intelectuales». Era cierto que no había que abusar, de la misma manera que no había que abusar del vino o del deporte, por decir algo. Sin embargo, era bueno hacerlo, era una «práctica» normal, natural, y la naturaleza, si uno sabe interpretar «científicamente» los impulsos que despierta en nosotros, no puede querer hacernos daño. Lo que sí convenía saber era si estaba yo seguro de que la circuncisión no me había disminuido la «sensibilidad sexual». ¿Había tenido erecciones? Y por la noche, mientras dormía, ¿nunca me había «mojado»?
Yo contestaba como buenamente podía, admitiéndolo todo, aunque no acababa de entenderlo: o sea, que sí, que a veces, en los momentos más inesperados, la «cosa» se me ponía dura y que una o dos mañanas me había despertado con la camisola llena de manchas húmedas.
Una tarde Luciano se desabrochó los pantalones y me enseñó el miembro. Luego pretendió que yo hiciera lo mismo. Yo siempre había sido en extremo pudoroso y dudaba. Pero como insistía acabé accediendo.
Miró atentamente, inclinándose un poco hacia delante con aire distante, como de médico. ¿Eso era la circuncisión?, y luego se echó a reír. Él había pensado en una intervención bastante seria, pero ahora sabía que era una nadería. En el fondo, ¿qué diferencia había entre el suyo y el mío? Y volvió a abrocharse los pantalones.
Así llegamos a Pascua: a mí no me abandonaba la sensación de que me empujaba más y más hacia algo amenazador y desconocido, aunque nunca ocurriera nada preciso. Luciano hablaba y hablaba. Su voz grave y ronroneante me paralizaba, como si una serpiente me estrechara entre sus anillos.
Tengo pocos recuerdos precisos de ese período. Vivía como en el interior de una galería subterránea: no veía el final, pero temía encontrármelo de pronto cara a cara. Recuerdo la sensación de complicidad abyecta que me invadía cada vez que mi madre entraba en la habitación. Y recuerdo también una tarde, durante las vacaciones de Pascua, puede que incluso falsa, quizá sólo soñada.
He ido a jugar al fútbol a la explanada que hay detrás del acueducto. Hemos empezado hacia las dos, felices de correr hasta quedar sin aliento sobre la hierba seca quemada por las heladas del invierno, felices de habernos quitado los pesados abrigos. El precioso sol alegra incluso los tétricos galpones de los almacenes militares, arranca brillos del musgoso mármol de la estatua del papa Clemente, habitualmente tan melancólica en su soledad, dora las lejanías azules de las primeras casas de via Ripagrande y via Piangipane. Hacia las tres ha llegado también Luciano, naturalmente andando. Como a Cattolica, a él no le gusta jugar, y además está demasiado flaco, es demasiado débil, nadie lo querría en su equipo. Está al borde del prado, golpeando el suelo con los pies para calentarse, haciendo de espectador. De vez en cuando, mientras jugamos, nos llegan sus comentarios: unas veces aplaude, otras silba, otras se burla. Cada vez que lo miro me parece verlo sonreír, aunque más que ver adivino la mueca de su pequeño rostro muerto. Y sé por qué se queda. Por mí. Cuando acabe el partido pretenderá que lo lleve subido en la barra de mi bicicleta y lo acompañe hasta la esquina de via Garibaldi con via Colomba, desde donde podremos espiar cómodamente a los que entran y salen de las puertas claveteadas de los burdeles. "



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