Mujer al borde del tiempo (fragmento)Marge Piercy
Mujer al borde del tiempo (fragmento)

"El techo abovedado le recordaba al planetario, de aquella vez que había llevado a Angie para el espectáculo de Pascua. A Angie le dieron miedo la oscuridad y las estrellas, que parecían venírseles encima, y se había acurrucado en su regazo, enterrando la cabeza y negándose a mirar. Poco a poco, Connie consiguió despertar su curiosidad y se las arregló para que Angie lanzara alguna mirada furtiva hacia aquel centelleante cielo nocturno. También este techo se transformó en un cielo nocturno, con más púrpura que la oscura noche que acababan de dejar, y con una pálida luna verde claro alzándose por el sur sobre una de las puertas de entrada. Lentamente, a medida que la gente se ubicaba sin prisa en sus asientos, lunas de distintos colores se alzaron majestuosas sobre cada una de las puertas: blanca en el norte, amarilla en el este, roja en el oeste y verde en el sur. A medida que las lunas alcanzaban su zenit, las cuatro iniciaron una elegante danza al son de una música que se iba intensificando. Sus formas comenzaron a cambiar de redonda a oblonga y, de ahí, a creciente, a formas similares a alas de pájaros, imágenes en vuelo solemne; ahora un cortejo de grullas trompeteras dando brincos lentamente, extendiendo sus anchas alas.
Mientras la habitación se llenaba y se cerraban las puertas, las grullas descendieron del cielo raso y devinieron de carne y hueso (aunque Connie ya había entendido que esas vívidas imágenes tridimensionales no eran más que un truco de proyectores y luces). Una voz como la de un pájaro, aflautada, habló sobre grullas trompeteras por encima de la música, hasta fundirse con ella. La imagen se amplió. Una grulla enorme llenó la imagen y luego su cabeza se deshizo entre las nubes y sus patas se transformaron en agua; pequeños puntos blancos y negros flotaban sobre las olas mientras avanzaban hacia ellas: el pato Labrador. Avistado por última vez en 1875 en las afueras de Long Island.
El gran buitre, el cóndor de California, planeaba con sus alas de más de tres metros de envergadura. El águila calva chillaba y llevaba un pescado a casa para llenar los picos de sus inmensos polluelos, torpes en su nido de ramas, en la copa de un pino muerto. El oso pardo se mantenía alejado. La ballena jorobada rodó en círculos y se zambulló y vagó por las tinieblas de las profundidades, entonando sus epopeyas improvisadas según los antiquísimos patrones de su vasta cultura oral… hasta que un barco factoría abrió fuego y su carne tibia fue cortada en trozos allí mismo, para servir de comida a los perros. Capturaron a la última habitante de piel oscura de Tasmania, derribándola a tiros de una cornisa rocosa. Su cuerpo acabó destrozado contra las rocas desnudas, la última de una rama única y delicada, de cuerpo pequeño, de la familia humana. Las palomas pasajeras oscurecieron el cielo con un revuelo de alas, posándose sobre árboles que gracias a ellas brillaban como delicadas frutas azules y grises, con sus arrullos, la calidez emplumada de sus pechos beige y rosáceos llenando el aire. Alarmadas, alzaron el vuelo; el silbido de sus miles de alas batió el aire en un viento que hizo crujir los árboles. Les dispararon, las apalearon, las utilizaron como señuelos vivos, clavadas por las patas a una percha, las arrancaron de sus hogares, las masacraron para alimentar al ganado. Hasta que no quedó ni una, la última hembra murió en un zoo de Cincinnati. Ishi, el último yaqui de California, salió de los bosques donde había vivido solo —el último de un pueblo exterminado— a un mundo en donde ni un alma hablaba su idioma, y murió en el Museo de Historia Natural. Arcaicos leones de piedra agazapados en fila en una Delos barrida por el viento, leones marchando sobre las paredes de azulejos de Babilonia, dieron paso al último de los leones asiáticos, enfermo, famélico bajo un árbol moribundo en una India asolada por la sequía. El cuerpo del león se transformó en las praderas del oeste en las que el general Sherman lideró una campaña de exterminio conjunta contra indios y búfalos. Pilas de cadáveres se pudrían bajo el sol alcalino. El trigo creció entre los cuerpos y el viento levantó la tierra en tormentas de polvo que oscurecieron el cielo. Sin demora se transformaron en huesos que volaron y el cielo quedó vacío como una calavera.
Los huesos yacían en el polvo. Lentamente fueron echando raíces que se hundían profundamente en la tierra devastada. Lentamente los huesos florecieron en varas que empezaban a brotar. Los brotes crecieron hasta ser un árbol. El roble impulsó con fuerza su raíz primaria hacia las profundidades y desplegó sus inmensas ramas. El árbol se transformó en una pareja humana que se abrazaba, hombre y mujer. Se aferraban, se abrazaban, peleaban, se estrangulaban. "



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