El banquete anual de la cofradía de sepultureros (fragmento)Mathias Enard
El banquete anual de la cofradía de sepultureros (fragmento)

"El caballo de Clovis fractura extremidades y revienta cráneos de guerreros en el suelo como si caminara por un campo de coloquíntidas pegajosas. Alarico está muy cerca. El Rex Gothorum lo posee todo, desde el Loira hasta África. El caballo no ve al jinete contra el que se dirige; muerde la montura de Alarico en la crin, luego se encabrita; inclinado hacia delante, el sachsum extendido como una prolongación del brazo, Clovis hiende su arma en la tripa del godo; la hoja resurge, brillante chorro negro, delante del omóplato, contra el cuello atiesado por la inminencia de la muerte; Alarico se levanta de su montura, su grito se apaga por el gorgoteo del flujo sanguíneo en la garganta, luego en la boca: durante un instante está allí, sostenido por una espada en el extremo milagroso de un brazo tendido, sobre un caballo en pie, los cascos en escorzo. Los ojos de Alarico congelados en el cielo de la llanura; el caballo de Clovis cae como se desliza el godo de su montura cuando Clovis saca el metal de su cuerpo —ruido de hueso que friega el acero— para blandir la púrpura de su espada perlada de sangre enemiga en lo alto, sobre su tiara y su casco: ¡Alarico está muerto! ¡Victoria!, en el momento en que el rey choca contra el suelo, en el chasquido del bronce y la opaca embriaguez de la derrota. Con un último movimiento de furia, los jinetes godos intentan aflojar la pinza que los triturará y se apartan, salvajemente, de la amenaza de las franciscas que los diezman, les cortan los jarretes, les rajan los muslos en chorros de sangre, fracturan sus rostros de la nariz hasta la nuca: retroceden con los restos de su rey hacia sus dos hijos, Amalarico y Gesaleico, para retirarse hacia el sur.
Horas más tarde, cuando se baja de su caballo bayo, Clovis hinca una rodilla en el suelo y reza; da las gracias a Wuodan y a Yngvi; da las gracias al Cristo que revolotea a su alrededor como un cuervo de campo de batalla. Gracias por el Último Reino. Gracias por los Muertos. Gracias por los Milagros. ¡Gloria a san Martín! ¡Gloria a san Hilario! ¡Gloria!
Sigue confortando y acariciando al caballo que tan bien le ha servido (¿será un enviado del Señor? ¿Una emanación del Dios del bosque?) y, prácticamente solo, en compañía de algunos combatientes cuyo salvajismo se ha transformado en temor místico entre la niebla y la muerte, les deja los difuntos a los sacerdotes y a las grajillas, cuando la tarde cae gris perla sobre la tierra ya negra, y se dirige a la abadía de San Hilario donde se encuentra Maixent el Piadoso, para agradecerle sus oraciones y contarle el resultado de la batalla, la victoria lograda gracias a él; y para arrepentirse de la ayuda de los ídolos, que ha deseado y ha obtenido. "



El Poder de la Palabra
epdlp.com