Tijuanenses (fragmento)Federico Campbell
Tijuanenses (fragmento)

"Fenecían los años 50 y con ellos cundía la dispersión de los antiguos amigos, el desgaste y el desmantelamiento de los clubes. El color de las chamarras se desteñía y las mangas perdían su pintura blanca sobre el cuero. El Pilucho, el Kiko, el Yuca, se fueron a estudiar leyes a México. El Óscar empezó a aficionarse a la cacería y al tiro al pichón. Al Mickey se le vio cada vez menos en las cantinas de la zona Norte. De los demás no volví a saber nada. Una vez me encontré al Chavo Villanueva en la estación de los trenes de Benjamín Hill o en algún otro lugar del desierto de Sonora, acompañado de Rogelio Gastélum, pero ya no supe más de él. ¿Y al Mickey Banuet cómo olvidarlo? ¿Dónde estás Mickey Banuet? ¿Qué ha sido de tu vida?
Muchos años atrás, entre la Segunda Guerra Mundial y la de Corea, mi madre daba clases en la Pensador, mi padre seguía en el telégrafo, mis hermanas ya trabajaban. Asolábamos el barrio los Valenzuela (Ernesto, Óscar, Armando), su primo Federico Sáinz, y yo. Distinguíamos claramente una Tijuana que no excedía los 100 mil habitantes. A veces íbamos al estadio de la Puerta Blanca a ver a los Potros y al Bacatete Fernández. Luego, conforme fuimos creciendo, a cazar pájaros con rifles de municiones en la parte seca del río, junto al pirul caído. Federico Sáinz nos invitaba pepsicolas, nieve, manzanas: era la generosidad, la simpatía y el entusiasmo personificados. Y a veces los chucos venían de otras colonias. Una vez llegaron de la Libertad a una boda y mataron a patadas al Zambo. Presentíamos nosotros —niños bien de una clase ascendente— que entre el fondo plano del valle y los cerros se vivían distintos modos de vida, innumerables tijuanas superpuestas, destinos muchas veces encontrados. Era una Tijuana adolescente. El afán gregario de identificarse con un club era un síntoma de sobrevivencia, la necesidad de identificación a toda costa, el deseo de pertenecer.
Luego vino la secundaria en la Poli, el incendio enigmático de la torre de Agua Caliente, Santiago Ortega, Ricardo Gibert y el Memo Díaz, Marta Franco, Elsa Apango, Alma Marín, y, oh, ah, Celia Santamaría, los bailes en el Salón de Oro. Y con todo ello el paso del tiempo. Como paralelas imperfectas y humanas nuestras biografías apenas se tocan a lo largo de un lapso muy corto, después se separan hacia el infinito. Ni siquiera la memoria distante y el afecto recuperan la vida vivida. Uno es su pasado y su presente al mismo tiempo, pero el futuro de entonces ya pasó y no nos dimos cuenta.
Ahora Tijuana tiene un millón de habitantes. De la que yo hablo apenas existe para unas cuantas gentes: algunas, muy pocas, de las que nacieron y crecieron aquí. Al lado de una opulencia inexplicable, sobrevive la gente de los cerros y las chozas peligrosamente empotradas sobre llantas viejas y entre los cañones. Las condiciones no han cambiado: el contorno, sí. Por un lado, en la ciudad de maestros de ceremonias pululan los clubes. Se hacen fiestas y bodas entre nubes de hielo seco y árboles naturales como en las mejores épocas del casino de Agua Caliente. Por otro, como los chucos excluidos del banquete, se repliegan los cholos, con la camisa larga de cuadros anudada del cuello y suelta por encima de los pantalones kaki. "



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