Estación de máscaras (fragmento)Arturo Uslar Pietri
Estación de máscaras (fragmento)

"Este es un país rocambolesco, de escondite, clave, conspiración y juego de azar. ¿De quién se esconde ese pintoresco Oromundo? De nadie. Todo el mundo sabe que está escondido aquí. El primero que lo sabe es el comandante Maldonado. Pero eso forma parte del juego. Un juego que se parece al que están haciendo en la mesa de dominó. Esa piedra que se llama Oromundo hay que colocarla en su momento. Tal vez pertenece al juego del Comandante y él sabrá cuándo la debe sacar. La historia de este país siempre ha estado dirigida por el azar, pero un azar de garito, reglamentado y sujeto a ciertas formas. Aquí lo importante es saber jugar, poner el azar de su lado. Se juega al poder, se juega a la riqueza, se juega al amor. Todo se reduce a tirar paradas. ¿Tú no te fijas, Fabricio, cómo está metido el lenguaje del juego en toda nuestra vida? Somos tercios, tiramos paradas, nos pelamos de cuatro, echamos el resto, pasamos agachados, aprovechamos la buena racha, echamos suertes o pararnos de boquilla. Toda la historia de este país es como una gran jugada de feria de pueblo. Aquí empezó la partida con los Welser y la búsqueda de El Dorado.
Era por lo menos graciosa y ocurrente aquella visión que evocaba Sormujo. Pensaba Álvaro mientras miraba a la luz de aquel matiz inesperado la reunión y mientras le daban inesperadas vueltas al mismo tema.
En Cubagua o en Coro había empezado el azar. Con las tabas, los dados y los antiguos naipes. Las mujeres de la cocina tenían todavía los naipes de la sota, el caballo y el rey y jugaban a la carga la burra, a la ronda, al tute y hablaban de brujerías y de punzadas. Y tenían en el fondo del carriel, o debajo de la imagen del santo, un quinto de la lotería.
Las damas de la fiesta jugaban con barajas inglesas nuevas y lustrosas: diamante, corazón, trébol. En una mesa de bridge, sobre un pequeño tapete verde acolchado, jugaban Carmen de Albúrez, Nieves de Alsina (cómo la recordaba irreconocible, aquel día en que entró fugitivo en su casa buscando refugio, porque huía de los tiros y los muertos que había habido en la universidad) y Pedro Tocorón. Poco había cambiado. Los años habían pasado sobre él, casi sin tocarlo. Seguía teniendo el mismo aspecto tierno, confidencial y pulcro que tanto agradaba a las mujeres. Y Cyril J. Gregg era aquel otro. Vestido de oscuro, el cabello partido por mitad por una raya matemática, los ojos pequeños, la quijada cuadrada, una sonrisa fija e inalterable. Era el nuevo presidente de la más importante de las compañías petroleras. (Lejos estaban los tiempos del jocundo míster Alben, que parecía un prestidigitador de riqueza, y del seco míster Forst, con su aire de pastor presbiteriano del seco evangelio de la economía del petróleo.) Tocorón era el muerto. Había vuelto sus cartas y se había levantado de la silla un momento. Mientras Gregg o la señora Albúrez, tan miope, con sus graciosos impertinentes cuadrados, hacían la declaración de su palo o formulaban su contrato. Cuatro espadas.
Era el muerto del bridge, Pedro Tocorón. No le había pasado un año más desde que lo había dejado de ver. Desde que lo husmeaba en la pista de Zulka, por la carretera de Los dos caminos, hacia el zaquizamí de la casa abandonada. "



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