Festejos de boda (fragmento)Naguib Mahfuz
Festejos de boda (fragmento)

"La vieja casa y la soledad fueron los dos compañeros de mi infancia. La llevo siempre en mi recuerdo: su gran puerta en forma de arco, la ventana con la reja de hierro, las habitaciones distribuidas en las dos plantas, los techos altos, las vigas de madera pintada y el suelo cubierto con baldosas de Masarani, los muebles antiguos y descoloridos, el sofá, los taburetes, las alfombras y los kilims, las puertas con sus mirillas de cristales de colores: rojo, verde y marrón, y las legiones de ratones, cucarachas y lagartijas. La azotea —cubierta de cuerdas para tender, semejantes a los alambres de los tranvías y los trolebuses— frente a otras azoteas que en verano se llenaban de mujeres y niños. Daba vueltas por la casa, solo. El eco de mi voz resonaba por las esquinas cuando repetía la lección, recitaba un poema, representaba un fragmento de una obra de teatro o entonaba una canción. Me asomaba a la estrecha callejuela para ver pasar a la gente o le preguntaba a algún amigo si quería jugar conmigo.
[...]
Yo no recuerdo esa época, pero sí algunas de las cosas que sucedieron cuando tenía unos cuantos años. Daba vueltas por la sala del teatro, o entre bastidores, donde de vez en cuando oía a los actores memorizar sus papeles. Los oídos se me llenaban de canciones de amor, discursos, juramentos y blasfemias. De esta forma me eduqué, alejado de mis padres, que siempre estaban durmiendo o trabajando. La noche del estreno de cada nueva obra, asistía con mi padre y me pasaba la mitad del tiempo bostezando y la otra mitad durmiendo. En aquella época tuve mi primer libro ilustrado; se llamaba El hijo del sultán y el hada. Fue un regalo de Fuad Shalabi.
De ese modo conocí a los héroes y a los malvados de las obras. Mis padres no tenían tiempo para orientarme. Mi padre por su parte no mostraba ningún interés en educarme, en tanto que mi madre se contentaba con repetir su única frase:
—Sé un ángel.
Me explicaba que ser un ángel significaba amar lo bueno, no hacer daño a los demás y llevar el cuerpo y la ropa limpios. Mis verdaderos maestros fueron el teatro, los libros, en su momento, y por último personas que no tenían relación con mis padres.
Por eso amé la escuela nada más entrar en ella. Al proporcionarme compañeros, me libró de la soledad. Tenía que valerme por mí mismo en todo lo que hacía: me levantaba temprano, tomaba el desayuno frío compuesto de queso y un huevo cocido que cogía de un plato cubierto con una servilleta. Luego me vestía y salía de casa despacio para no despertar a mis padres, que estaban durmiendo. Cuando por la tarde regresaba los encontraba preparándose para irse al teatro. Me quedaba solo. Hacía los deberes y luego me distraía jugando o leyendo; al principio sólo miraba los dibujos, después leía los textos —jamás olvidaré la generosidad de Amm Abduh, el vendedor de libros de segunda mano, que tenía su puesto junto a la mezquita de Sidi al-Sharani—, luego cenaba: queso y dulces hechos con harina, y finalmente me iba a la cama.
No tenía la suerte de ver a mis padres más que un momento al final de la tarde, e incluso entonces no me prestaban atención, porque estaban preparándose para salir. Quizá debido a que apenas recibí afecto y atención, estaba más unido a ellos. Los echaba de menos. La belleza de mi madre me fascinaba, así como su dulzura y su cariño; me sentía atraído por su aspecto angelical. Mi padre me parecía un ser maravilloso por la forma tierna en que jugaba conmigo y su risa cordial. Nunca estropeaba el escaso tiempo que estábamos juntos con sermones, órdenes o amenazas. Siempre estaba contento, gastando bromas. "



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