El corazón verdadero (fragmento)Sylvia Townsend Warner
El corazón verdadero (fragmento)

"Ahora Sukey estaba en cuclillas en el suelo, montando guardia. La ventana daba sobre el porche delantero. Por ella se veía tanto el sendero que venía del río como el que llevaba a Dannie; nadie podía llegar a New Easter ni marcharse sin que ella lo supiese.
No llevaba mucho tiempo observando cuando sucedió algo. Reuben, con un chubasquero puesto sobre el abrigo, salió del establo llevando el caballo blanco; montó y se dirigió al embarcadero. Vio cómo lo guiaba, chapoteando y resbalando, a través de la corriente, hostigándolo por el pronunciado terraplén del dique. Eso significaba que se dirigía a Southend por el atajo, que iba a toda prisa en busca de un médico.
Sukey siguió observando, y esperó. El fragor del viento y de la lluvia le impedían oír lo que sucedía en el interior de la casa; el otro único sonido que llegaba a sus oídos era el tictac del reloj despertador que había sacado de un cajón de la cómoda, dejándolo cerca para que le hiciera compañía. Al atardecer, la poca claridad del día dio paso a una ma­yor penumbra. Mientras miraba por la ventana, las hojas en los arbustos de grosella, al fondo del jardín, desaparecieron, y los charcos del camino delantero se ensancharon, formando una charca. Eran casi las cinco de la tarde y el gallo ya estaba en el horno —su olfato, agudizado por el hambre, había percibido el olor a carne asándose— cuando vislumbró que algo se acercaba por el sendero de Dannie. Era un coche cerrado; lo vio cuando estuvo más cerca, un cupé, todo reluciente, tirado por un bayo de paso largo y conducido por un cochero con una escarapela en el sombrero. El cochero rozó al caballo con la fusta. El animal aceleró el trote, y el carruaje traqueteó sobre el terreno escabroso mientras el agua salpicaba por lo bajo los cascos del caballo y las vistosas ruedas. Entró por la verja y se detuvo justo debajo de su ventana. Observó cómo el cochero bajaba de un salto del pescante y abría la puerta del carruaje. Bajó una dama, que llevaba un abrigo ribeteado de piel y un manguito. La luz de la ventana del salón cayó sobre ella, iluminando de lleno a la señora Seaborn, bella como solo puede ser la belleza cuando se la admira de nuevo, aprecian­do una perfección que trasciende incluso el ámbito del recuerdo. Y en un instante atravesó el porche y desapareció.
El cochero echó un manta sobre el lomo del caballo, luego prendió una cerilla y encendió las lámparas del carruaje. Las dos llamas cobraron fuerza y, agrandándose vagamente, confirmaron la oscuridad del anochecer. Una miríada de agujas de lluvia parecían estar suspendidas en su haz de luz, y de la hierba que iluminaban mostraban hasta la última brizna, y entre las sombras de los almiares se cernían dos lunas fantasmales. El caballo agitó las orejas, se estremeció y se removió inquieto. El cochero volvió a subir al pescante, donde se sentó impasible, como un ídolo. Jem salió de la casa y echó una mirada al caballo, luego dio un rodeo en torno al carruaje y observó con interés la parte posterior. El cochero ni siquiera lo miró.
El viento bramaba y retumbaba por las marismas, con un rumor sordo, como el fantasma de un trueno. Pero ahora ya estaba derrotado, agonizaba; la presión de aquella noche densa le doblegaba las alas, tirando de él hacia abajo, obligándolo a arrastrarse por la tierra como un dragón malherido. De vez en cuando batía sus gigantescas alas y la granja temblaba del golpe, pero a los lados de los húmedos almiares, sobre los que se cernían las dos lunas, lívidas, putrefactas bajo el color de aquella luz corrompida, apenas se movía una brizna de paja. Todo estaba empapado de lluvia, sosegado.
Cansado de mirar, Jem había entrado de nuevo en la casa. El caballo sacudía la cabeza, impaciente, mordía el bocado y golpeaba el suelo con el casco de una de las patas delanteras. Con un súbito destello de la memoria, Sukey recordó la tarde, a finales de julio, cuando se sentó en su baúl de hojalata en el patio del establo de la rectoría, esperando a que el señor Noman la llevase a New Easter. Qué calor hacía, y sin embargo ella tenía una sensación de frío, irreal; como si estuviera congelada de hambre, fatiga y ansiedad, y a la vez rebosante de emoción. Los capullos deslucidos de los limoneros exhalaban su aliento enfermizo, las palomas volaban de las ramas al palomar, del palomar a las ramas, con un suave y brusco batir de alas, y ella permanecía inmóvil, absorta, mientras en su interior se agitaba un amor triste y puro, apasionado, por la señora Seaborn, una confianza ciega, una afanosa docilidad y mansedumbre, la adoración pura y simple por la arcilla mortal de una criatura hecha de luz. "



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