Los ancianos siderales (fragmento)Luis Mateo Díez
Los ancianos siderales (fragmento)

"En el trance de unas fiebres de malta, que de adolescente apenas me sirvieron para crecer dos palmos y la cara se me llenase de granos, decidí tomar entero el frasco de jarabe con la idea de que al deglutirlo iba a privarme de la razón y las escoceduras, sin que las fiebres remitieran y la intoxicación acabase conmigo. No dio resultado. El jarabe tenía otras indicaciones profilácticas y apenas los efectos adversos que desataban el intestino, según el prospecto.
Fue años más tarde cuando un jovenzuelo desgañitado que creía que la vida era un exordio y una malversación, ya que con nada se tranquilizaba y padecía tanta ansiedad como estreñimiento, el que caminó por la vía del tren hasta que no pudo más y luego, caído de bruces sobre las traviesas, aguardó a que pasara cualquier convoy que aliviara el viaje de su existencia.
No pasó ninguno.
El jovenzuelo regresó con la cabeza gacha llena de carbonilla y la idea fija de hacerse fogonero o, en el peor de los casos, facultativo de minas, sin llevar a cabo ninguna de esas ideas, aunque lo que sí sacó en limpio fue su afición ferroviaria, hasta el punto de llegar a jugar en el Deportivo de las Cuencas que ganó la liga minera, y el tren jamás dejó de ser su medio de comunicación predilecto.
Casi me da vergüenza recordarlo y, por nada del mundo se lo contaría a nadie, ni dejaría constancia de ello en las anotaciones, porque cuando Irina Casiego, con la que mantenía un noviazgo improbable, empezó a recelar de que yo no era trigo limpio, cuando un día en el cine de amenidades se percató de las condiciones en que llevaba mi ropa interior, incluidos los calcetines y el pañuelo y quiso que le devolviera las bragas, que yo conservaba como un capricho.
Me advirtió que con aquellas intimidades no quedaba otro remedio que la colada y la muda, sin que hubiera la mínima posibilidad de otros reclamos y, mucho menos, de la continuidad del noviazgo que traíamos en danza sin apenas lavarnos las manos, convencida ella por mis obcecaciones de que la piel se ajaba con el jabón lagarto y las pudendas, a las que jamás me referí en términos fisiológicos, ya que ella todavía no era mayor de edad, podían irritarse y hasta escamarse con la lejía y el estropajo.
También incité a Irina a la autoliquidación, en otro arrebato, anterior a las desavenencias del cine de amenidades, del que recuerdo una película de apaches en la que la india lavaba en el río los calzoncillos del jefe de la tribu, y este la espiaba frotando la pelvis en un almiar. "



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