Primavera extremeña: Apuntes del natural (fragmento)Julio Llamazares
Primavera extremeña: Apuntes del natural (fragmento)

"El refrán popular, ese que dice que marzo ventoso y abril lluvioso hacen a mayo florido y hermoso, se cumplió completamente, tanto que los adjetivos comenzaron a hacérsenos pobres a la hora de describir el paisaje que nos rodeaba. No tanto entre nosotros, que al fin y al cabo lo veíamos, sino a nuestros interlocutores telefónicos, que en su gran mayoría estaban en ciudades y tenían que imaginarlo.
Pero, aparte del paisaje, estaba la vida en la sierra. Una vida que no se circunscribía sólo a los caballos y a las ovejas que pastaban en algunas fincas y a los perros que los vigilaban y que a veces nos encontrábamos por los caminos (uno de ellos, un cachorro de mastín tan deseoso de compañía que nos seguía siempre durante muchos metros), sino que incluía también una fauna salvaje que, con el confinamiento de las personas, se animaba cada vez más a acercarse a la civilización. Además de los pájaros y de las perdices, dueños ahora del monte, incluso de los terrenos próximos a las casas, y de las lagartijas, culebras y ranas, había conejos y corzos que, ante el silencio casi absoluto del campo, debían de pensar que los cazadores se habían olvidado de ellos, por lo que se aventuraban en territorios normalmente peligrosos. Tanto que alguno se llevó un susto, como les ocurrió a los dos corzos que me topé una mañana de frente por el camino y que, al intentar huir, a punto estuvieron de quedarse enzarzados entre la maleza del muro que saltaron para poder escapar al monte. Ajeno al mundo, el campo de Extremadura cumplía con su ciclo natural y lo que le tocaba ahora era llenarse de flores y ver cómo todo recuperaba la actividad detenida durante el invierno. Pero le faltaba algo. Le faltaba la presencia de los hombres, que a estas alturas ya estarían otros años trabajando por doquier, no sólo con el ganado, sino en los huertos, y que ahora se contaban con los dedos de la mano. Salvo Ricardo, que había plantado su huertecillo en La Florentina («Cuatro lechugas y cuatro tomates, para la familia»), y los que se ocupaban de los viñedos de la Bodega Las Granadas, a nadie más se veía inclinarse sobre la tierra en los alrededores. Y lo mismo en Herguijuela, que seguía solitario y fantasmal pese a la pequeña apertura en las medidas de confinamiento decretada desde hacía una semana. Así que mayo avanzaba con la pujanza vital de siempre, pero sin la presencia apenas de personas que se aprovecharan de ella. Sólo nosotros, que la disfrutábamos fascinados por su prodigalidad y por los cambios que cada día se operaban en la naturaleza. Era todo un privilegio poder asistir al milagro de la primavera en un lugar en el que todas las bendiciones caían sobre un paisaje lleno ya de ellas y en el momento en el que más parecían producirse. Por experiencia sabíamos que pronto, hacia finales de junio, incluso antes algunos años, el terrible calor de Extremadura lo resecaría todo y el campo se convertiría en un secarral en el que los animales se esconderían del sol bajo las encinas o en sus madrigueras y la vida se detendría durante largas horas. No como ahora, que no cesaba de día ni de noche, bajo los rayos del sol o bajo la luna, que también iluminaba las montañas y proyectaba las sombras de las palmeras sobre la casa como si fuera de día. Sobre todo cuando estaba llena y su resplandor plateaba los montes de alrededor haciendo que los jilgueros cantaran junto a la piscina creyendo que era el amanecer y dándonos la sensación de estar viviendo en una película que no se acababa nunca, pues siempre se repetía al día siguiente: la película de una primavera que por primera vez disfrutábamos entera gracias a una epidemia que, mientras tanto, seguía matando a muchas personas lejos de nosotros. "



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