Las lobas de El Escorial (fragmento)Michel del Castillo
Las lobas de El Escorial (fragmento)

"Viejo, enfermo y fatigado, Carlos IV sonríe a la multitud que lo aclama. Siempre ha sido muy sensible a la popularidad; la indiferencia y la hostilidad de Madrid le lastiman en su amor propio.
A su lado, la reina María Luisa agita la mano. Tal vez la reina se acuerda de su llegada a España, cuando no era más que una chiquilla de catorce años. Han pasado los años. Al presente, es una mujer de cincuenta años, de rostro alterado por los excesos. Pero se niega a aceptar la vejez que acecha y libra con ella un combate tan vano como ridículo.
Ni los afeites ni los vestidos pueden ya dar la ilusión deseada. Aunque los brazos y el cuello son todavía bellos, aunque el pecho es aún firme, el rostro provoca malestar. Todo su pasado se refleja en él: los desórdenes de su vida privada, las mentiras acumuladas, la ambición sin freno y la astucia necesaria para satisfacerla.
Rostro marchito que da fe del envilecimiento de la persona. Tan sólo los ojos conservan el resplandor del deseo. Porque la reina ama todavía y espera aún ser amada. ¿Leerá acaso en los ojos de sus amantes el desagrado que produce?
Godoy ya no lo oculta; el rey la llama «tarasca» y «fea»; las damas de la corte sonríen con lástima; los diplomáticos nos pintan unos retratos implacables de ella; Goya, en su cuadro, La familia de Carlos IV, ha plasmado solemnemente la partida de defunción de esta familia.
Semejante a esas actrices que no se resignan a no ser ya nada, María Luisa se obstina en negar que los años pasan.
No obstante, hay melancolía en su mirada, mientras atraviesan los campos de Castilla. Se ve, de repente, transportada tiempos atrás; va a recibir a una joven princesa, al igual que Carlos III la había recibido a ella, hace más de treinta años. ¡Treinta años!
En otra carroza, dos jóvenes conversan. Uno, de apenas dieciocho años, conocerá pronto a la que será su esposa; el otro, que tan sólo tiene catorce años, se apoya en su hermano mayor, como buscando en él ayuda y protección.
¿De qué hablan Fernando y don Carlos? Sin duda de su odio común por el «Salchichero»; quizá también del desprecio que les inspira su padre y de la vergüenza que experimentan por ser hijos de tal madre. ¿Quién hubiera podido prever entonces que este adolescente de catorce años se levantaría un día contra la hija de Fernando y sería responsable de una terrible guerra civil, que arruinaría a España?
Más lejos, en otra carroza, el hermano del rey, el infante don Antonio charla con sus frailes y padres; su mirada de imbécil nato se pasea por las llanuras desnudas, calcinadas por el sol, en las que miserables campesinos se descubren, inclinándose para saludar a la monarquía que pasa...
Hace dieciocho días que la corte permanece en Barcelona, cuando, al fin, el 30 de setiembre, se perfila en el horizonte la escuadra que trae a los príncipes napolitanos.
La ciudad arde en fiestas. La multitud se desparrama, por las Ramblas, en dirección al puerto. Los cañones de la ciudadela y de Montjuic truenan; los navíos anclados en el puerto, largan y se despliegan en abanico, formando una doble barrera de honor. Responden con salvas a las que son lanzadas en tierra firme.
Los tres buques de línea y las dos fragatas penetran en la rada. Desde cubierta, la princesa de Asturias contempla el puerto y la ciudad, tendida al pie de las colinas que le sirven de murallas. El sol luce en medio de un cielo de un azul desvaído.
Apenas posan el pie en tierra María Antonieta de Nápoles y su hermano Francisco Javier, las campanas de todas las iglesias de la ciudad son echadas al vuelo. Bandadas de palomas vuelan en todas direcciones, levantando un rumor de batir de alas.
En el muelle, la princesa de Asturias recibe el homenaje de las damas que compondrán su séquito; los dignatarios de la Corona y los grandes de servicio se inclinan ante su futura soberana, que a continuación se acomoda en una carroza.
En todo el recorrido, los habitantes de Barcelona aclaman a esta joven princesa de dieciocho años, cuyos ojos aún están rojos por el llanto vertido al abandonar el puerto de Palermo.
María Antonieta no es bella. Bajita, los rasgos revelan su doble ascendencia: el labio es austriaco y la nariz borbónica. Los ojos azules tienen una expresión inteligente y voluntariosa, a menudo melancólica. Los cabellos, rubios y abundantes, forman una aureola dorada alrededor de la cara. "



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