Suicidios ejemplares (fragmento)Enrique Vila-Matas
Suicidios ejemplares (fragmento)

"Apenas son las seis y ya oscurece cuando me detengo a contemplar la súbita irrupción en las Ramblas de los pasajeros de metro que se han apeado en la estación de Liceo. Se trata de un espectáculo que nunca me defrauda. Hoy, por ejemplo, día de Jueves Santo, surge de entre la multitud un tenebroso viejo que, pese a tener un aspecto cadavérico y transportar un pesado maletín, anda con sorprendente agilidad. Adelanta con pasmosa rapidez a una hilera entera de adormecidos usuarios del metro, se planta muy decidido ante un cartel del Liceo, y allí, muy serio y estudioso, pasa revista al reparto de una ópera de Verdi, adoptando casi de inmediato un gesto de inmensa contrariedad, como si el elenco de estrellas le hubiera decepcionado amplia y profundamente. Este hombre, me digo, este cadáver ambulante tiene algo que me inquieta, que me intriga.
Decido seguirlo. Y muy pronto veo que no va a ser nada fácil hacerlo. Será porque mi jornada de trabajo ha sido larga y dura y a estas horas me siento ya muy cansado, pero lo cierto es que, aunque tengo cuarenta años y él me dobla la edad, anda el viejo tan rápido que, cuando enfila la calle Boquería, por poco le pierdo de vista. Acelero el paso y, por unos instantes, noto cierto desfallecimiento y me digo que voy a desplomarme sobre el asfalto. Luego comprendo que no hay ni mucho menos para tanto, después de todo aún soy joven, lo que sucede es que siempre me imagino al borde del desfallecimiento porque, en mayor o menor medida, siempre ando cansado, cansado de esta lamentable ciudad, cansado del mundo y de la estupidez humana, cansado de tanta injusticia. A veces intento superar ese estado y me reto a mí mismo, me impongo desafíos como este de persistir, sin objetivo alguno, en la persecución de un viejo nada cansado.
De repente mi perseguido, como si quisiera darme un respiro, se detiene frente al escaparate de una tienda de objetos religiosos. Yo avanzo con calma, pegado a la pared, pegado a los escaparates, ahora sin prisas. Le alcanzo, me sitúo a su lado, veo que está espiando el interior de la tienda, donde un negro está comprando una estatuilla del Niño Jesús de Praga. Voy a decirle algo al viejo cuando el negro sale disparado hacia la calle, muy feliz con su compra, y el viejo gira en redondo y le sigue.
Al negro se le ve muy feliz, pero a los veinte pasos se convierte en un hombre repentinamente cansado. Va frenando su marcha hasta acabar andando muy despacio, casi arrastrando los pies, como si la compra le hubiera dejado extenuado, o como si le hubiera llegado de pronto esa sensación de estar en una hora en la que uno se siente ya irremediablemente cansado. Detrás suyo, el viejo también reduce su marcha. Y sólo ahora me doy cuenta de que mi perseguido debe llevar rato persiguiendo al negro, quien no parece que sospeche nada y a buen seguro se llevaría una sorpresa si descubriera la espontánea procesión que se ha organizado detrás de él.
Los tres, muy fatigados, como si nos hubiéramos contagiado mutuamente de cierto cansancio, enfilamos la calle de Banys Nous a un ritmo muy parsimonioso. El negro es un individuo corpulento y muy elegante, de unos cincuenta años, con aspecto de boxeador tierno y cansado. Es ya del todo evidente que no sospecha nada, porque de pronto se detiene, muy confiado, a contemplar su flamante adquisición. La eleva por encima de los hombros, como si quisiera consagrarla en un altar imaginario. Detrás de él, y para no adelantarle, el viejo se ha detenido en seco, y yo imito esa inmovilidad. Componemos una curiosa procesión de Jueves Santo. Se suceden luego unos raros e interminables minutos hasta que por fin el negro reemprende su lenta marcha y, tras otros minutos que parecen eternos, acaba entrando en un bar, donde pide una cerveza y luego otra y después otra. De vez en cuando se ríe a solas y muestra horribles dientes de caníbal. Al otro lado de la barra, el viejo no pierde detalle de la ceremonia etílica, mientras yo, justo al lado del viejo, no pierdo detalle de su obsceno espionaje. Nos demoramos tanto los tres en los gestos que el camarero pierde la paciencia y se revela como un perfecto alérgico a cualquier tipo de manifestación de profundo cansancio y, sabiendo que nos hallamos en pleno crepúsculo, es decir, en esa hora en que hasta las sombras se fatigan, se pone a trabajar como un loco mientras nos envía terribles miradas de odio. Si pudiera, este camarero nos fusilaría sin la menor contemplación. Y yo me pongo en pie de guerra y me digo que ya va siendo hora de que todos los cansados de este mundo unamos nuestras fuerzas para acabar, de una vez por todas, con tanta injusticia y estupidez. "



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