Naturaleza muerta (fragmento)A.S. Byatt
Naturaleza muerta (fragmento)

"Cuando llegó el verano de 1955, Frederica había ganado en confianza e inventiva para catalogar a la gente. Era capaz, por ejemplo, de inventar etiquetas genéricas para quienes habían pasado a ser amigos constantes, Alan y Tony. Llegó a la conclusión de que éstos eran, respectivamente, un camaleón y un farsante. Las denominaciones se le ocurrieron durante una semana en que estuvo brevemente en la misma habitación que dos novelistas muy diferentes. Alan persuadió a un amigo del King’s College para que incluyera a Frederica en un té al que asistiría E.M. Forster. Tony insistió para que ella lo acompañara a una reunión de la Sociedad Literaria en la que hablaría Kingsley Amis. Primero tuvo lugar el té. En muchos aspectos, Frederica no deseaba conocer a Forster. Temía que eso le estropeara las frases sobre la vaca, o el inicio de Pasaje a la India, cosas ambas que en cierta forma consideraba de su propiedad, dado que había evaluado con exactitud el acierto verbal con que estaban compuestas. También había una cuestión más íntima, la visión de la nada en las cuevas de Marabar, algo que ella había experimentado y reconocido al encontrarlo en la novela, y para lo cual no disponía hasta entonces de una denominación. Tanto ella como Alan, Tony, Edmund Wilkie y Alexander Wedderburn llevaban una vida frenética en un mundo que, según el novelista, había cambiado a tal punto que era imposible distinguirlo en su ficción. ¿Qué podía tener ella para decirle? ¿O él a ella? Aun así sería interesante, ya que no conocerlo, sí estar en condiciones de decir que había conocido a Morgan Forster.
El té tuvo lugar en unas habitaciones que daban al patio principal, al otro lado de la capilla. El novelista, bajito, viejo, con bigote, reservado, de aire benévolo, estaba sentado en un sillón tapizado de cretona. Quienquiera que ocupara esas habitaciones había desplegado un mantel, sobre el que había panecillos de leche, mermelada casera, bocadillos de pepino, té de la China, tazas de porcelana. Frederica le estrechó la mano a Forster y regresó a su silla, a medias tapada por una estantería, para observar la reunión. Los jóvenes —que parecían muy jóvenes— combinaban los buenos modales de una escuela privada con una especie de avidez por incitar recuerdos, algo que más tarde Frederica iba a apreciar en los entrevistadores de televisión. El novelista habló de los paseos en barca de pértiga, de cómo el tiempo parecía transcurrir más despacio en el Cambridge de su época. Llevaba un traje de tweed de pelo largo con la cintura muy alta. Alan —que, según Frederica había descubierto poco a poco, provenía de un violento mundo de luchas para sobrevivir en medio de las bandas de adolescentes de Glasgow y que, en momentos de confianza, podía relatar espeluznantes historias sobre cadenas de bicicleta, navajas automáticas, puños de hierro y brutales heridas— se había cepillado el rubio cabello hasta dejarlo lustroso y ofrecía bocadillos con gran diligencia, diciendo «señor» con un acento escocés que hacía imaginar a Frederica una severa educación por parte de un exigente maestro. No había más que dos mujeres presentes en el té. Alan tenía ciertas maneras, cierta afectación, que sólo se manifestaban en las reuniones masculinas o, como en este caso, casi exclusivamente masculinas, una risa encantadora, una suerte de humildad también. Frederica no pudo menos que recordar cómo había quedado interrumpida la conversación sobre las vacas por la irrupción del sexo femenino. Se recostó en la estantería. Al cabo de diez minutos Forster se durmió, y siguió sumido en el sueño durante el resto de la reunión, que transcurrió en medio de respetuosos susurros mientras el escritor roncaba a sus anchas, suavemente. Parecía satisfecho. Frederica sintió una leve oleada de temor, temor al fracaso y al encierro. "



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