El colibrí (fragmento)Sandro Veronesi
El colibrí (fragmento)

"Los meses pasaron volando y al final hubo que tomar una última decisión: sentarse él, con las piernas metidas en la bañera, y abrazar a Adele mientras daba a luz, en el lugar que correspondía al padre, no de la gestante, sino del niño, ¿sí o no? Adele lo tenía claro: sí. Por supuesto, había hablado del tema con el psicoanalista, aclaró, dando a entender que había examinado desde su punto de vista los motivos por los que Marco, desde el suyo, podía considerar la cosa con cierto embarazo, y, como le había ocurrido en todos los momentos decisivos de su relación con las mujeres, Marco se sintió asediado por aquellas horas –quién sabe cuántas– en las que se habló de él sin estar él presente para llegar a conclusiones que tenían que ver con él; pero, de nuevo, cedió: sí, dijo, procurando que no se notara la enorme incertidumbre que su respuesta había tenido que vencer. Y, así, a las once de la mañana de aquel 20 de octubre, día que hasta entonces apenas había alumbrado a grandes hombres de la historia –solo Arthur Rimbaud y Andrea della Robbia, según pudo averiguar Marco en la Wikipedia–, pero que, aquel 2010, por profunda convicción de Adele, iba a convertirse en el mejor de los augurios, la previsión nunca puesta en duda del día del parto se reveló exacta y Marco Carrera se vio metido en aquella bañera de agua tibia con su hija y la tocóloga llamada Norma. Fue todo mucho más rápido de lo que esperaba, comparado con el larguísimo parto de Marina, hacía veintiún años. Fue también, a juzgar por los débiles gemidos que emitió Adele y por los movimientos fluidos que hacía al cambiar de postura para facilitar las contracciones, mucho menos doloroso. No sintió ninguna vergüenza por abrazarla y sostenerla por las axilas, ni –y eso fue una verdadera sorpresa– aquella sensación de impotencia que quedó asociada a su presencia en la sala de partos cuando Adele vino al mundo entre los gritos y los pedos de Marina. Al contrario, Marco se sintió parte de aquel acontecimiento, se sintió útil y recordó con un escalofrío que se había planteado no participar. Como su hija había querido y creído firmemente siempre, fue todo de lo más natural, en el sentido literal y etimológico de la palabra, es decir, «de cuanto tiene que ver con la capacidad de engendrar»; y cuando el recién nacido fue expulsado del todo y la tocóloga lo mantuvo sumergido en el agua otros diez, veinte, treinta segundos, Marco no sintió ninguna angustia, ninguna impaciencia: no tanto porque sabía que el hábitat del niño era el líquido del que provenía y que la respiración era un acto reflejo que solo se activaba cuando abandonaba ese hábitat, sino porque él mismo estaba inmerso en aquel líquido y sentía en su cuerpo decadente el mismo alivio que en aquel mismo momento invadía el cuerpo duro y musculoso de su hija y el tierno y novísimo de Miraijin. Aquel medio minuto fue el momento más luminoso de su vida, y aquella turbia masa líquida que los envolvía su única experiencia de familia feliz.
Mientras sacaban al recién nacido del agua y lo entregaban a la madre, Marco Carrera se sorprendió midiendo de nuevo su vida por el rasero que era la formidable experiencia que estaba viviendo, asombrado del bienestar que sentía en un momento como aquel, que solo recordaba lleno de dolor, gritos y sangre, y se preguntó por qué el parto en el agua se practicaba tan poco, por qué no lo hacían todas. Observó callado, para grabárselo en la memoria, el momento en que Miraijin respiraba tranquilamente por primera vez, lanzaba el primer vagido, abría por primera vez los ojos (almendrados), y no reparó en que era una niña. Lo supo poco después por la voz de Adele, por las primeras palabras que pronunció, metidos aún todos en la bañera, apretando ella a la niña contra sí y con una expresión de satisfacción que todos los padres tendrían que ver al menos una vez en la cara de sus hijos: «¿Ves, papá? Empezamos bien. El Hombre del Futuro es una mujer. "



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