Los abismos (fragmento)Pilar Quintana
Los abismos (fragmento)

"En nuestro apartamento había tantas plantas que lo llamábamos la selva.
El edificio parecía salido de una vieja película futurista. Formas planas, volados, mucho gris, grandes espacios abiertos, ventanales. Nuestro apartamento era dúplex y el ventanal de la sala se alzaba desde el suelo hasta el cielo raso, que allí era del alto de las dos plantas. Abajo tenía piso de granito negro con vetas blancas. Arriba, de granito blanco con vetas negras. La escalera era de tubos de acero negro y gradas de tablas pulidas. Una escalera desnuda, llena de huecos. Arriba el corredor era abierto, como un balcón a la sala, con barandas de tubos iguales a los de la escalera. Desde allí se contemplaba la selva, abajo, esparcida por todas partes.
Había plantas en el suelo, en las mesas, encima del equipo de sonido y el bifé, entre los muebles, en plataformas de hierro forjado y materas de barro, colgadas de las paredes y el techo, en las primeras gradas y en los sitios que no se alcanzaban a ver desde el segundo piso: la cocina, el patio de ropas y el baño de las visitas. Había de todos los tipos. De sol, de sombra y de agua. Unas pocas, los anturios rojos y las garzas blancas, tenían flores. Las demás eran verdes. Helechos lisos y rizados, matas con hojas rayadas, manchadas, coloridas, palmeras, arbustos, árboles enormes que se daban bien en materas y delicadas hierbas que me cabían en la mano.
A veces, al caminar por el apartamento, me daba la impresión de que las plantas se estiraban para tocarme con sus hojas como dedos y que a las más grandes, en un bosque detrás del sofá de tres puestos, les gustaba envolver a las personas que allí se sentaban o asustarlas con un roce.
En la calle había dos guayacanes que cubrían la vista del balcón y la sala.
En las temporadas de lluvia perdían las hojas y se cargaban de flores rosadas. Los pájaros saltaban de los guayacanes al balcón. Los picaflores y los sirirís, los más atrevidos, se asomaban a curiosear al comedor. Las mariposas iban sin miedo del comedor a la sala. A veces, por la noche, se metía un murciélago que volaba bajo y como si no supiera para dónde. Mi mamá y yo gritábamos. Mi papá agarraba una escoba y se quedaba en la mitad de la selva, quieto, hasta que el murciélago salía por donde había entrado.
Por las tardes un viento fresco bajaba de las montañas y atravesaba la ciudad. Despertaba a los guayacanes, entraba por las ventanas abiertas y sacudía también a las plantas de adentro. El alboroto que se armaba era igual al de la gente en un concierto. Al atardecer mi mamá las regaba. El agua llenaba las materas, se filtraba por la tierra, salía por los huecos y caía en los platos de barro con el sonido de un riachuelo.
Me encantaba correr por la selva, que las plantas me acariciaran, quedarme en el medio, cerrar los ojos y escucharlas. El hilo del agua, los susurros del aire, las ramas nerviosas y agitadas. Me encantaba subir corriendo la escalera y mirarla desde el segundo piso, lo mismo que desde el borde de un precipicio, las gradas como si fueran el barranco fracturado. Nuestra selva, rica y salvaje, allá abajo. "



El Poder de la Palabra
epdlp.com