El calor de la ceniza (fragmento)Xavier Alcalá
El calor de la ceniza (fragmento)

"Hinojares y yo entramos en la banda de mi plaza. Nuestro jefe era un chaval exótico (andaluz, con un ojo verde y otro azul) que a todos «nos las daba a tumbas»; y como cuartel escogimos la huerta abandonada vecina de mi casa, donde una higuera seca a la sombra de los edificios ofrecía cobijo para las juntas, y la tierra munición abundante que emplear en las guerras.
A la salida de las clases trepábamos el muro de la huerta con la merienda y algún cigarro. Alrededor de la higuera, comiendo y fumando, íbamos organizando acciones contra las bandas enemigas: en qué grupos nos debíamos dividir, dónde y cuándo debía atacar cada grupo, cómo nos teníamos que retirar y quiénes tenían que quedarse de guardia en nuestro cuartel.
Luego venía la batalla: los contrarios eran apedreados y nosotros les ganábamos la delantera en llegar a nuestro refugio, desde donde se les dirigía una nueva descarga de cantazos si osaban aproximarse demasiado.
En las guerras había heridos a veces; mas la suerte peor era de los prisioneros, sometidos al rito morboso de quitarles la ropa para tentarles las partes pudendas; y después rajarles alguna prenda, lo que significaba una paliza en casa.
A veces, también, con raro gusto dirigíamos nuestros ataques a las niñas, a ellas y no contra ellas, porque sabían a qué íbamos y se prestaban, masoquistas, al juego. Las mejores piezas eran las mocitas, ya con pecho y caderas de mujer pero aún vestidas como crías, que saltaban a la cuerda cuidando de que las faldas no se les levantaran demasiado. Nosotros esperábamos el momento en que la cuerda batía más rápida, en un «cho» violento, para encender los buscapiés que rastreaban y explotaban entre los zapatos de las víctimas. Las que daban a la cuerda huían y la que saltaba recibía el golpe de la cuerda en las pantorrillas o en la espalda, antes de escapar con falso pavor llamándonos gamberros…
Ese curso, tercero de Bachillerato, fue año de estudio desordenado. Don Manuel me miraba descontento; y ya andaría pergeñando algún escarmiento cuando se le presentó la perfecta ocasión.
Los de la banda de las «casas baratas» nos infligieron una derrota famosa. Nos debían de haber espiado durante varios días y en la primera ocasión de salir en tropa del cuartel para lejos (a cazar palomas en el parque por el método de la gabardina que cae y envuelve al bicho), dejando escasa guarnición, entraron en él y prendieron a nuestros centinelas. A la vuelta, fue la ausencia de estos lo que nos puso en guardia; pero era tarde, porque de tras los matojos que crecían en el suelo fértil de la huerta partió una descarga que nos dejó tullidos. Pocos escapamos bien, gateando por el muro; nos agrupamos los salvos en los jardines de la plaza, donde cogimos la munición necesaria, y volvimos a resarcirnos. Los de las casas baratas escapaban provistos de piedras de nuestro terreno. Entablamos combate ante el susto de los transeúntes; se oían gritos, maldiciones, zumbaban las piedras y acudió el municipal… Lo último que vi del combate fue el impacto de mi piedra en errado disparo de tirachinas contra el cristal de una floristería. Un golpe me dejó atontado; y sentí que las piernas se me doblaban.
Mi padre acabó de curarme la raja en el cuero cabelludo y nos comunicó a mí y a Luis (que me había traído a la clínica) que nos esperaba la policía para «tomarnos declaración». Nos lo comunicó con una frialdad aplastante; yo consulté con la mirada a mi amigo y tras los lentes pude ver el terror en sus ojos. Don Manuel insistió:
—Os están esperando. Así que no tardéis porque es peor que os tengan que venir a buscar. —Luis se quedaba clavado en el sitio, quieto—. Tú también tienes que ir, que fuiste «testigo».
Así que fuimos yendo al despacho del jefe de la policía municipal. Allá nos sentaron entre rostros acusadores de «cherepas» y el jefe le preguntó a uno de ellos:
—A ver, Soutelo, ¿reconoce a los encartados? —Yo sentí el miedo en las tripas, tratando de mirar al jefe por detrás de la luz potente de su mesa dirigida contra nosotros; Luis no levantaba la cabeza y tragaba saliva nerviosamente. Nos preguntaron por las «causas de la reyerta» y los nombres de los «sujetos» que en ella habían intervenido; mostraron mi tirachinas, que el policía Soutelo identificó como «el arma causante del desperfecto»… ¡El demonio! Cuando por fin nos dejaron marcharnos, me tuve que apoyar en Luis, y él mal podía ayudarme, tal era el susto que llevaba. En la puerta de la calle aún oímos comentar:
—Estas cosas se arreglan con una semana de calabozo…
Pasado el tiempo pude ver al jefe de los municipales en la sala de espera de la clínica de don Manuel; y entendí que había habido puesta en escena.
***
El día de mi santo, temprano, me vinieron a buscar la tía Carmiña y su marido, el tío Camilo. Venían para llevarme a Santiago y me embarqué con ellos en el primer viaje «de veras» de que tengo memoria. "



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