La calle (fragmento)Ann Petry
La calle (fragmento)

"Mientras el residente vendaba la rodilla de Bub, Lutie seguía pensando en la chica de la camilla. No era más que una niña. Tendría como mucho dieciséis años, y en su semblante llevaba ya grabada la misma mueca de resignación horrenda, como si ya no esperase nada de esta vida. Era la misma expresión que había puesto la muchacha de Lenox Avenue cuando miró a su hermano tendido en el suelo y dijo: «Siempre supe que pasaría algo así».
Ahora Lutie seguía sentada en la cama, contemplando el vacío oscuro que tenía delante. Estaba helada, pero no podía moverse. Se acordó del anciano y de las dos muchachas. ¿Qué la hacía pensar que ella y Bub no acabarían acostumbrándose también a la imagen y al sonido traumáticos de la muerte, que no se volverían incapaces de rebelarse, que no acabarían resignándose? ¿Qué la hacía pensar que Bub no acabaría tendido en la acera con una puñalada en la espalda?
Conocía bien los pasos que habían conducido a esa chica hasta la camilla de un hospital. Podía trazar el itinerario que había recorrido sin mucho esfuerzo. Y nada le aseguraba que Bub no fuera a seguir el mismo camino.
Seguro que había ido al instituto un par de meses y después se había cansado. Nunca tenía dónde estudiar por las noches porque compartían casa con un montón de gente y, en cualquier caso, carecía de alicientes porque el suyo nunca había sido un hogar de verdad. La madre se pasaba el día entero trabajando y el padre los había abandonado hacía mucho tiempo. Un día, la muchacha se dio cuenta de que los chicos se fijaban en ella y empezó a invitarlos a casa. Y la madre, que siempre estaba fuera, nunca pudo enterarse de lo que pasaba.
Esos chavales no tenían hogar ni raíces ni vida familiar. Y, por eso, a sus dieciséis o diecisiete años, esa chica se había puesto a tontear con dos o tres chavales al mismo tiempo. Uno de ellos se enteró de que estaba saliendo con otros. Como tenía un ego muy frágil —igual de frágil que el de los demás—, decidió vengarse, y nada era más barato que un cuchillo.
Esa historia se repetía una y otra vez por todo Harlem. Si Lutie cerraba los ojos, casi podía ver todavía la extraña procesión con la que se había encontrado un día bajando por la calle Ciento veintiuno.
Había ido a la antigua panadería de la Octava Avenida y, mientras esperaba en la esquina a que el semáforo se pusiera en verde, vio a un grupo de personas en el otro extremo de la manzana. Caminaban con lentitud, muy erguidos, y a primera vista parecían formar una especie de procesión. Guardaban una distancia prudencial entre ellos, como si no quisieran estar demasiado juntos pero aun así se sintieran unidos en una suerte de trance colectivo. Eran jóvenes —tendrían entre dieciséis y diecinueve años— y se movían como sonámbulos.
No tardó en percatarse de que habían adecuado su ritmo al de la chica que marchaba al frente. Una persona la llevaba agarrada del brazo. Caminaba despacio, con una leve cojera y los hombros hundidos.
Lutie se estremeció al ver la cara de la muchacha. Tardó unos instantes en recuperar la compostura y luego le volvieron de inmediato a la cabeza las palabras que había pronunciado, con voz mortecina, la mujer de pelo cano en el hospital Roundtree: «¡Se la han cargado! ¡Se la han cargado!».
En realidad, no pudo ver bien la cara de la muchacha, porque la tenía cubierta de sangre desde la frente. Le caía por los ojos, por la nariz, por las mejillas, e incluso le goteaba de la boca. Esa sangre roja y brillante daba a su rostro la apariencia de una máscara grotesca con unas cuantas manchas oscuras en las zonas por las que asomaba su piel. "



El Poder de la Palabra
epdlp.com