Camino de Candleford (fragmento), de Trilogía de CandlefordFlora Thompson
Camino de Candleford (fragmento), de Trilogía de Candleford

"Los niños nunca habían visto a tanta gente reunida como aquel día en el parque. Y los tiovivos, los columpios y las barracas para tirar al coco tímido no daban abasto. El convite se celebraría por turnos —es decir, por parroquias— bajo una enorme carpa, y el sonido de los instrumentos de la banda de viento, el organillo del tiovivo, el golpeteo de los cocos y el griterío de los feriantes resonaba en torno a los frágiles paneles de lona como un mar embravecido.
En el interior, la mezcla de olores a té caliente, pasteles, humo de tabaco y hierba pisoteada dotaba a la reunión de un aire mucho más festivo de lo esperado, dada la sencillez del menú. Pero, aunque las viandas fueran sencillas en cuanto a calidad, la cantidad en que se sirvieron era prodigiosa. Los camareros pasaban con bandejas cargadas con montañas de pan con mantequilla y gruesas tiras de jamón y jarras llenas de té con leche, azucarado y listo para servir, que desaparecían en un abrir y cerrar de ojos. «¡Pero, por el amor de Dios! —exclamó un anciano sacerdote—. ¿Se puede saber dónde mete esa gente tanta comida?». Pues tres cuartas partes se la metían en el mismo y práctico receptáculo que él mismo llenaba de igual forma, endiñándose a diario sus menús de cuatro platos. La cuarta parte, no obstante, iba a parar a sus bolsillos. Esa era su pequeña debilidad: que no se daban por satisfechos llenándose la barriga, sino que de alguna manera tenían que ingeniárselas para llevarse un poco más a casa para el día siguiente.
Después del té empezaron los juegos y deportes: carreras, concursos de saltos, extracción de monedas con los dientes de un cubo lleno de agua o colocar la cabeza en la collera de un caballo sonriendo y haciendo gestos con premio para la mueca más grotesca de todas, y como colofón, el ascenso por un poste engrasado, cuyo ganador era premiado con una pata de cordero. No era tarea fácil, pues se trataba de un mástil muy delgado, alto como un poste de teléfono y extremadamente resbaladizo. Las esposas más prudentes prohibían participar a sus maridos para que no echaran a perder la ropa de los domingos. De modo que, por lo general, la competición solía quedar en manos de pillastres y de algún experto que había tomado la precaución de asistir a la fiesta con un par de pantalones viejos. Esta competición debía solaparse con las demás, pues durante toda la tarde había un nutrido público observándola y tarde o temprano muchos acababan «probando suerte». Resultaba penoso ver a los escaladores dando lo mejor de sí mismos durante algunos centímetros, un metro quizá, antes de resbalar. Y en cuanto uno se caía al suelo otro ocupaba su lugar, hasta que a última hora de la tarde apareció el campeón, que trepó lentamente pero con firmeza hasta llegar arriba y después se dejó caer resbalando por el poste, que por cierto debía arder después de cuatro o cinco horas bajo el sol abrasador. La gente del público susurraba que llevaba consigo una bolsita con ceniza para espolvorear la superficie engrasada mientras subía.
Los burgueses de la zona paseaban en grupos por el parque. Caballeros corpulentos de rostro rubicundo que se quitaban un instante el sombrero de paja para secarse el sudor de la frente; damas incongruentemente ataviadas para la ocasión, con vestidos de seda y largas boas de plumas de avestruz; muchachas de muselina blanca con bordados, y chicos con uniformes de Eton. Tenían palabras amables para todo el mundo, especialmente para los pobres y solitarios, y de cuando en cuando se detenían ante alguno de los espectáculos, tratando de empaparse del ambiente durante unos instantes. Pero allí donde llegaban, el jolgorio se aplacaba, y en cuanto se marchaban enseguida se oía algún suspiro de alivio. Después del primer baile desaparecían y la gente decía: «¡Ahora podremos disfrutar!».
Durante todo ese tiempo Edmund y Laura, junto a unos doscientos chiquillos más, lo habían pasado de lo lindo correteando en completa libertad entre la multitud, curioseando y gastando sus peniques en las atracciones. Cabalgaron en caballitos de madera, subieron a los columpios barca y fisgonearon el tiro al blanco y el coco tímido mientras mordisqueaban rodajas de coco y caramelos y chuperreteaban regalices hasta que les quedaron los dedos pegajosos y las caras embadurnadas de dulce.
Laura, que aborrecía el ruido y las multitudes, pronto se cansó de tanta algarabía y se dedicó a contemplar los frondosos árboles y los bosquecillos que rodeaban el gran espacio abierto elegido para celebrar la feria. Sin embargo, antes de que consiguiera evadirse por completo, una nueva y asombrosa experiencia captó su atención. Delante de una de las barracas, un hombre hacía redobles de tambor y, ante él, dos muchachas adoptaban extrañas posturas y hacían piruetas. «¡Entra, entra! —gritó el hombre mirando a Laura—. ¡Entra y disfruta del baile en la cuerda floja! Solo cuesta un penique. ¡Entra, entra!». Laura pagó su penique y entró en la carpa junto a otra docena de personas; el hombre y las chicas atravesaron el umbral después del público, cerraron la lona y el espectáculo comenzó. "



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