Las inseparables (fragmento)Simone de Beauvoir
Las inseparables (fragmento)

"A Andrée parecía gustarle que se metiera con ella. No compró otro sombrero, pero olvidó los guantes en el fondo del bolso, se sentó en las terrazas del bulevar Saint-Michel y volvió a pisar con el mismo garbo que en la época en que paseaba bajo los pinos. Hasta entonces, Andrée había tenido una belleza, como quien dice, secreta, presente en lo hondo de los ojos, que le asomaba como un relámpago al rostro, pero no del todo visible; de repente, afloró a la superficie de la piel y estalló a la luz del día. Vuelvo a verla, una mañana en que olía a frondas, en el lago del Bois de Boulogne; había agarrado los remos; sin sombrero, sin guantes, con los brazos al aire, rizaba hábilmente el agua; le brillaba el pelo, tenía los ojos vivos. Pascal dejaba la mano colgando en el agua y cantaba a media voz; tenía una voz bonita y sabía muchas canciones.
Él también estaba cambiando. Delante de su padre y, sobre todo, de su hermana, parecía un chiquillo muy pequeño; a Andrée le hablaba con una autoridad de hombre, no porque estuviera interpretando un papel: sencillamente, se ponía a la altura de la necesidad que tenía ella de él. O yo no lo había conocido bien, o estaba madurando. En cualquier caso, ya no parecía un seminarista, lo veía menos angelical que antes pero más alegre, y la alegría le sentaba bien. La tarde del 1 de mayo nos estaba esperando en la terraza del Luxemburgo; cuando nos vio, se subió a la balaustrada y se nos acercó con pasitos de equilibrista, haciendo balancín con los brazos; llevaba un ramo de muguete en cada mano. Bajó al suelo de un salto y nos alargó los dos a un tiempo. El mío solo estaba allí por la simetría: Pascal nunca me había regalado flores. Andrée lo entendió, ya que se ruborizó: era la segunda vez en nuestra vida que la veía ruborizarse. Pensé: «Se quieren». Que Andrée lo quisiera a uno era una gran suerte, pero me alegré sobre todo por ella. No habría podido ni querido casarse con un no creyente; si se hubiera resignado a amar a un cristiano austero, parecido al señor Gallard, se habría consumido poco a poco. Junto a Pascal, podía por fin conciliar sus obligaciones y su felicidad.
Ya no teníamos gran cosa que hacer en aquel fin de curso, paseábamos mucho, ociosos. Ninguno de los tres tenía dinero. La señora Gallard daba a sus hijas una paga que solo les alcanzaba para comprarse billetes de autobús y medias; el señor Blondel quería que Pascal se dedicase exclusivamente a los exámenes, le prohibía dar clases particulares y prefería cargarse él de horas extra; yo no tenía más que dos alumnas que pagaban poco. Sin embargo, nos las arreglábamos para ir a ver al Studio des Ursulines películas abstractas y obras de vanguardia en los teatros del Cartel. A la salida, yo debatía siempre mucho rato con Andrée; Pascal nos escuchaba con expresión indulgente. Reconocía que solo le gustaba la filosofía. El arte y la literatura eran cosas gratuitas que lo aburrían; pero cuando pretendían representar la vida, le sonaban a falso. Decía que, en la realidad, los sentimientos y las situaciones no son ni tan sutiles ni tan dramáticos como en los libros. A Andrée le parecía refrescante esa decisión preconcebida de sencillez. A fin de cuentas, como ella tenía tendencia a tomarse las cosas a la tremenda, más le valía que la sensatez de Pascal fuera un tanto roma, pero risueña.
Tras el examen oral de su titulación, que superó brillantemente, Andrée fue a dar un paseo con Pascal. Él nunca la invitaba a su casa y ella seguramente no habría aceptado: le decía de pasada a su madre que salía conmigo y con unos compañeros, pero no hubiese querido ni confesarle ni ocultarle que había pasado la tarde en casa de un joven. Siempre se veían fuera y paseaban mucho. Yo me reuní con ella al día siguiente en nuestro lugar habitual, bajo la mirada muerta de una reina de piedra. Había comprado cerezas, unas cerezas grandes y negras que le gustaban, pero no quiso probarlas; parecía preocupada. "



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