El as de bastos (fragmento)Francisco Ayala
El as de bastos (fragmento)

"Los hombres suelen considerarse muy audaces, y lo que a veces son es bastante papanatas. No sé ni para qué te digo estas cosas tan fuera de sazón; pero la verdad es que ¡me hiciste rabiar tanto! Quizás recuerdes aquel otro día que te perseguí, nadando, a la vista de todo el mundo. ¿Te acuerdas? Estábamos todos tendidos sobre la arena, tú cerca de tu Emilia y de las niñitas; yo, un poco aparte, mirándote a hurtadillas. Te miraba, y te miraba, y te miraba, y el corazón quería saltárseme. A pesar de mis gafas oscuras y del sombrero de paja que tenía echado sobre la frente, pudiste darte cuenta de cómo te miraba; y yo me di cuenta de que te habías dado cuenta tú, porque eso los hombres apenas logran disimularlo, y menos en traje de baño. No tuviste más remedio, al fin, que pegar un brinco y salir corriendo a zambullirte en el agua. Entonces me alcé también yo, y corrí tras de ti, y me puse a perseguirte como por juego. Julio, que estaba distraído hablando con un grupo de majaderas, ni se enteraría. Desde luego que no pude alcanzarte; y cuando volvimos a la orilla, primero tú, en seguida yo, chorreando cual tritón y nereida, sofocada de cansancio y de risa le grité a Emilia: “Tu marido es un as de la natación, no hay quien lo alcance”; y a Julio “Bastos es un as de la natación”, “El as de Bastos”, contestó Julio con uno de sus chistes malos. Y en ese momento fue cuando Emilia, con su tonillo insidioso, me dijo que por qué no nos tuteábamos de una vez.
Apenas si conseguía Bastos recordar el episodio. Era uno más, entre tantos episodios de esa tortura china que había padecido, de ese suplicio de Tántalo que habían padecido a lo largo de todo un verano, el uno cerca del otro, viéndose a cada instante, bromeando, enviándose mensajes con la mirada, y sin pasar nunca de ahí. Como un imbécil, había tomado él al pie de la letra el truco de la indisposición. Pues resulta que, después de todo, ella tenía tantos deseos como él, y aún más; o, por lo menos, era más resuelta. Y, ¡qué cocusa de marca mayor era ella entonces! Estudiando a esta Matilde que tenía ahora enfrente, a esta señora todavía de buen ver que le traía tales memorias, se representaba a aquella otra, la de entonces, desnuda, ligera, una nereida, tan ágil de movimientos como de genio; las torneadas columnas de sus piernas, el mármol o alabastro de su garganta, el oro de su cabello, la música alegre de su risa. Y la palabra “ruinas” le acudió a las mientes. Campos de soledad, mustio collado, recitó para sí Bastos, mientras derramaba la vista, más allá del cristal medio empañado, sobre la escarchada llanura que el tren recorría melancólicamente. Cuando tornó la mirada a su interlocutora la sorprendió espiando sus pensamientos. "



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