Memorias de una joven católica (fragmento)Mary McCarthy
Memorias de una joven católica (fragmento)

"Cuando llegué a mi cubículo estaba realmente aterrada. Comprendí que tenía que mantenerme firme o quedar ante todos como una embustera, y pensé por primera vez que tendría que esgrimir argumentos para que mis dudas fueran plausibles. En ese estremecedor momento me di cuenta de que nada sabía acerca del ateísmo. Si me hubiera encontrado fuera, en el mundo, habría podido consultar los libros escritos sobre el tema, pero en el convento, como es natural, no había manera de conseguir literatura atea. Me llegaban las voces de las niñas riendo en el patio. Me acerqué a la ventana y las miré desde lo alto, sintiéndome absolutamente aislada, prisionera de mi propia vaciedad. A nadie podía recurrir, salvo a Dios, pero esta era una ocasión en que las oraciones de nada podían servir. Rezar para pedir argumentaciones ateas (¿de veras?) solo serviría para que saliera a la superficie el aspecto severo del carácter de Dios. ¿Qué podía hacer?
Me senté en la cama, e hice un inventario de mis recursos. Pues sí, me dije de repente, a fin de cuentas algo sabía del escepticismo religioso, gracias a la propia madame MacIllvra. Las argumentaciones de los escépticos estaban basadas en la ciencia —la falsa ciencia, decía madame MacIllvra—, y aseguraban que Dios no existía porque no se le podía ver. Esta era una tonta y materialista «demostración» que, desgraciadamente, yo sabía anular. ¿Se puede ver el viento? Y sin embargo está en todas partes, lo mismo que la invisible gracia que Dios sopla en nuestras almas. Los escépticos negaban la vida después de la muerte, y decían que el cielo no existía, ya que lo único que había era el azul del espacio en la bóveda celestial. Estaba demostrado por la ciencia, decían, y la ciencia también demostraba que no había ardiente infierno bajo la tierra. Pero la contestación a esto nos la habían dado la semana anterior en la clase de doctrina cristiana mediante las aceradas palabras de san Pablo, que tuvimos que aprendernos de memoria: «Lo que el ojo no ha visto, o el oído no ha oído, tampoco ha entrado en el corazón del hombre, sino las cosas que Dios ha preparado para quienes le aman». Me hundí en una estéril desesperación. ¿Iba a ofrecer demostraciones que cualquier imbécil podía refutar? Cualquier tonto sabía que los científicos instrumentos humanos no podían aprehender a Dios. La existencia del cielo y del infierno no era contraria a la ciencia, sino a algo muy diferente, más allá de la ciencia. ¿Y los milagros qué?
De repente, me erguí. Los milagros no eran invisibles. Se decía que ocurrían ahora y aquí, en la tierra. En las fotografías de Lourdes quedaban demostrados por el testimonio de todas aquellas muletas colgadas, en acción de gracias por las curas. Pero, me dije con gran satisfacción, yo no había visto ni un milagro, por lo que quizá aquella gente mentía o había sido engañada. La ciencia cristiana también se apuntaba curas, y todos sabíamos que se trataba de pura imaginación. Voltaire era un hombre inteligente y se reía de los milagros. ¿Por qué no yo? "



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