Un amor cualquiera (fragmento)Jane Smiley
Un amor cualquiera (fragmento)

"La realidad es que aunque ahora me sienta celosa y excluida, cuando se vayan volveré a ser yo otra vez, sola en el silencio de mi casa, con mis libros, mi ganchillo, mi tele, mi cama, mi ropa para lavar, en fin. Me crie en una granja como hija única. Llevo cincuenta y dos años entreteniéndome yo sola la mar de bien. De hecho, en cuanto llegue a casa me pienso poner música de la que a mí me gusta. Un disco antiguo de Jussi Bjoerling cantando famosos solos de tenor. Y como me anime, lo mismo me pongo a cantar yo también. Ya, un plan sin mucha chicha. Siempre que la gente se va, es como si algo se desprendiese de ti. Me pregunto por qué presto tanta atención a mis sentimientos. Y lo mismo podría preguntarme de Joe, y de Michael y Ellen. Somos como esos científicos de los que habla Joe, siempre parándonos en la carretera para observar pedruscos, solo que nuestros pedruscos no tienen ningún interés —nada que ver con la velocidad de la luz o la naturaleza de la gravedad—, no son más que los escombros de nuestros sentimientos.
El castigo a mi reacción es sufrir el escrutinio compungido de Joe de vuelta a casa, seguido de su pose de hijo servicial mientras me ayuda a colocar las cosas del picnic en su sitio.
Michael está al teléfono con el controvertido quinto hombre. Se oye el arrastrar de una silla cuando se sienta a hablar. Subo las escaleras y experimento una súbita y extraña alegría por la familiaridad de todo esto, como si, después de todo, pudiese abrazar los últimos veinte años.
Lo cierto es que Pat y yo no nos separamos de una forma pacífica. No nos portamos bien en ningún sentido. El primer acto de la larga tragedia que fue nuestra separación tuvo lugar hace exactamente veinte años. Estábamos en nuestra casa de campo, en la cocina nueva, recién reformada. Los muebles eran nuevos. Los suelos eran nuevos. Por insistencia mía, en las paredes sur y este se abrieron ventanas. El techo y los electrodomésticos eran nuevos. Yo me pasé siete meses dirigiendo los trabajos de reforma, entonces pensaba que era para darle a nuestra vida la envoltura doméstica adecuada. Al quinto mes, me enamoré de un vecino, un escritor que se pasaba metido en su casa la mayor parte del día. Su entrada en escena, pensé en aquel momento, fue inexplicable, por el simple motivo de que con cinco hijos, un marido quisquilloso, una madre enferma y la casa en obras, no podría haber tenido tiempo para él. Pero saqué tiempo para él. Entonces, un sábado por la noche, en la cocina —los pequeños estaban acostados y los mayores no dormían esa noche en casa—, vi que lo que yo había construido era en realidad el escenario para la obra que estaba a punto de comenzar. Pat y yo éramos los protagonistas; el escritor, cuyo nombre era Ed, desempeñaba un papel crucial, y la cocina, la cocina representaba el instante fugaz de plenitud que estaba a punto de ser desmantelado. Que estaba a punto, debería decir, de volar por los aires.
Michael y Joe tenían cinco años y medio, y estaban a punto de entrar en parvulario. Los mayores iban ya al colegio, todos los días hasta las tres, y en ese momento, que era verano, estaban apuntados a un campamento de día. Desde la mañana hasta la noche, día tras día, durante casi un año, la vida se redujo a los gemelos y a mí. La casa y sus dos hectáreas eran nuestro mundo; creo recordar, de mi propia niñez, la cualidad densa y circundante que tienen esos mundos. Los alrededores de la casa estaban repletos de antiguas plantas: arbustos en flor, parterres de lirios de tigre, lilas, iris, espíreas por todas partes. No muy lejos había un arroyo, y entre la casa y la carretera se extendía una colina ideal para deslizarse en trineo. Durante un año entero, entre las ocho y las tres, de lunes a viernes, los gemelos y yo tuvimos una vida doméstica idílica. Los colores del otoño, el espeso manto de nieve, la húmeda primavera, la vegetación justo al nivel de sus ojos. El mundo ofrecía un sinfín de escondites secretos donde hallar protección. Sus hermanos mayores —que requerían más atención— no estaban, me tenían entera para ellos, y se tenían el uno al otro. Inmensidad pasajera. Un mundo de plenitud diaria tan real como la vida misma. Durante aquellas horas del día yo me sentía feliz y productiva, y estaba encantada con mis hijos y ellos conmigo. Aquel verano empezaron a ir a la guardería dos mañanas a la semana (idea de Pat) para que se animasen a hacer más amiguitos y se fuesen despegando el uno del otro. Yo dejaba a los obreros en casa y me iba andando por el camino de gravilla que llevaba a la casa de Ed. Vivía en una casa antigua, muy antigua, con tres dormitorios y una cocina exterior en la parte de atrás con una estufa de leña de 1884. Ed la estaba acondicionado para el invierno; en mi opinión, tenía el austero encanto de un refugio provisional, como una tienda de campaña montada a cuatro mil metros de altura.
Sábado noche durante la Administración Johnson. Marido y mujer, mujer y marido, protagonista y antagonista, víctima y verdugo, no están muy lejos el uno del otro. Él lleva una camisa azul claro y pantalones de vestir, abre la nevera con intención de sacar la leche. Ella lleva su bata rosa de sirsaca, está de pie, con las manos en las caderas, cerca del fregadero. Aparte de la nevera, el único punto de luz es el que está encima del fregadero. "



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