El sombrero del cura (fragmento)Emilio de Marchi
El sombrero del cura (fragmento)

"El tercer día, sintiendo que no podía vivir más en aquella incertidumbre (aunque ni la gente ni los periódicos hiciesen mención alguna del asunto), se acercó a un picadero donde era bien conocido, alquiló un hermosísimo caballo y, ya sobre la silla, atravesó la ciudad por las calles más concurridas, haciendo caracolear al animal allí donde se apiñaban los transeúntes, suscitando deliberadamente las imprecaciones de cocheros y vendedores ambulantes. Quería que Nápoles lo viese sano, alegre, triunfante, como si no hubiese ocurrido nada que un Santafusca no juzgase digno de sí.
A decir verdad, no había un alma en toda Nápoles que recordara al cura Cirilo y su dichoso sombrero, salvo en ocasiones Filipino y los suyos; pero el barón se había formado la idea de que el mundo no hacía sino madurar sus mismos pensamientos y que él jamás alcanzaba a mostrarse lo suficientemente alegre y desenvuelto. Hasta tal punto llegó, que sus amigos ya lo encontraban un poco molesto.
Una vez en el campo, espoleó al caballo y trotó durante casi media hora curvado sobre las crines del noble animal, que no entendía las razones de aquel fogoso proceder. Pero el barón no quería dejarse atrapar por demasiadas reflexiones.
El día se presentaba gris, cubierto de nubarrones espesos y cargados. Soplaba un fuerte viento de mar. Pronto sobrevino la lluvia y en el monte se sucedieron los rayos y los truenos. Casi a la vista del pueblo, puso al paso al caballo. La pobre bestia, que no cargaba delito alguno sobre su conciencia, empezaba a mostrarse cansada de correr por cuenta ajena.
Caminaba sin dilación, bajo una llovizna fría y persistente, cuando alzó los ojos y casi de improviso se encontró delante de la villa; la extensa fábrica, enclavada sobre un promontorio, aparecía, tras la pátina gris del ambiente y por entre la densa cortina de lluvia, más triste y macilenta que de costumbre.
A la vista de aquella casa, que atesoraba tan vasto repertorio de acontecimientos familiares y que a la sazón escondía tamaño desvarío, el barón se detuvo recuperando el aliento, bajó la cabeza y experimentó el profundo pesar del hombre condenado.
«¿De dónde procedía aquella tristeza?
»¿Del cielo, de la lluvia?
»¿De su conciencia, de sus pensamientos?
»Si pudiera dejar de pensar…».
Advirtió que, por su parte, podría habituarse a soportar las consecuencias de aquel desvarío, pero debía alejar toda ocasión de hacer pensar a los demás. Necesitaba recuperar aquel maldito sombrero. Había llegado al punto de no distinguir claramente entre muerto y sombrero. Y de entre aquellas dos figuras torvas y enemigas, no parecía la del cura la más ingrata. "



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