El infinito en un junco (fragmento)Irene Vallejo
El infinito en un junco (fragmento)

"Anna llegó a la ciudad siguiendo el rastro de su único hermano, un joven periodista que desapareció allí sin explicación. La esperanza del reencuentro está condenada al fracaso en un lugar donde todas las certezas se están esfumando y la catástrofe final parece inminente. Un día, durante sus vagabundeos, Anna recorre el Bulevar Ptolomeo y desemboca por azar en la asolada Biblioteca Nacional («Era un edificio magnífico, hileras de columnas de estilo italiano y hermosas incrustaciones de mármol, uno de los edificios más distinguidos de la ciudad. Sus mejores días habían quedado atrás, sin embargo, como ocurría con todo lo demás. Un techo del segundo piso se había derrumbado, las columnas se ladeaban y agrietaban, había libros y papeles tirados por todas partes»).
Anna se instala en la buhardilla de la biblioteca junto a Sam, un corresponsal de la prensa extranjera que conoció a su hermano e inyecta vida a sus débiles esperanzas de encontrarlo. Aunque la Gran Biblioteca es poco más que una ruina, sirve de refugio para náufragos de tiempos mejores. Allí vive una pequeña comunidad de sabios perseguidos que, en una provisional tregua a sus feroces discrepancias, colabora para proteger el último caudal de palabras, ideas y libros («No sé exactamente cuánta gente vivía en la Biblioteca en aquella época, pero creo que más de cien, tal vez muchos más. Los residentes eran todos profesores o escritores, supervivientes del Movimiento de Purificación que tuvo lugar durante los disturbios de la década anterior. Entre las distintas camarillas de la Biblioteca había surgido una cierta camaradería, al menos hasta el punto de que muchos de ellos estaban dispuestos a reunirse para hablar o intercambiar ideas. Cada mañana durante dos horas [denominadas “horas peripatéticas”], se llevaban a cabo coloquios públicos. Decían que en una época la Bibloteca Nacional albergaba más de un millón de volúmenes; este número ya se había reducido mucho cuando yo llegué allí, pero aún quedaban cientos de miles, un asombroso alud de palabras impresas»).
El desorden y la catástrofe también se han filtrado en la Biblioteca. Anna observa que el sistema de clasificación se ha desorganizado por completo y es casi imposible localizar ningún libro en los siete pisos de archivos. Que un libro esté perdido en el laberinto de salas mohosas es lo mismo que si hubiese dejado de existir: nadie volverá a encontrarlo.
De repente se abate sobre la ciudad una durísima ola de frío que pone en peligro a los refugiados de la Biblioteca. A falta de otro tipo de combustible, deciden quemar libros en la estufa de hierro. Anna escribe: «Sé que parece horrible, pero no teníamos otra opción; había que escoger entre eso o morirnos de frío. Lo curioso es que yo nunca sentí remordimientos, para ser sincera; creo que incluso disfrutaba tirando aquellos libros a las llamas. Tal vez manifestara un rencor oculto; tal vez fuera solo el simple reconocimiento de que no importaba lo que pasara con los libros. El mundo al que pertenecían esos libros había terminado. De cualquier modo, la mayoría de ellos no merecían abrirse. Cuando encontraba alguno que parecía aceptable, lo guardaba para leerlo. Así leí a Heródoto. Pero, al final, todo acababa en la estufa, todo se transformaba en humo».
Así imagino a los científicos y eruditos del Museo, contemplando con espanto cómo su tesoro de hallazgos era sistemáticamente saqueado, ardía y se desmoronaba. En un imperdonable anacronismo, me parece ver a aquellos sesudos intelectuales, víctimas de un brote de humor negro y nihilista, imitando a Bajtín durante los días oscuros del cerco nazi a Leningrado. Se cuenta que el escritor ruso, fumador compulsivo, estaba encerrado en un apartamento bajo el terror cotidiano de los bombardeos. Tenía reservas de tabaco pero no podía conseguir papel de fumar. Entonces usó para liar sus cigarrillos las páginas de un ensayo al que había dedicado diez años de trabajo. Hoja a hoja, bocanada a bocanada, fumó gran parte del manuscrito, en la seguridad de conservar a buen recaudo en Moscú otra copia que, al final, en el caos de la guerra, también se perdería. Recuerdo que William Hurt cuenta la anécdota —casi legendaria— en la fascinante película Smoke, cuyo guion escribió Paul Auster. Creo que los bibliotecarios alejandrinos habrían apreciado la desesperanzada comicidad de ese relato de supervivencia. Al fin y al cabo, los libros que ellos custodiaban también estaban convirtiéndose en aire, en humo, en soplo, en espejismo. "



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