El escándalo Lemoine (fragmento)Marcel Proust
El escándalo Lemoine (fragmento)

"Si Lemoine realmente hubiese fabricado diamantes, sin duda habría satisfecho así, en cierta medida, ese materialismo grosero que deberá tener cada vez más en cuenta aquel que pretenda inmiscuirse en los asuntos de la humanidad. No habría dado a las almas ansiosas de ideal ese elemento de exquisita espiritualidad a cuyas expensas, después de tanto tiempo, seguimos viviendo. Eso es, por cierto, lo que parece haber entendido, con singular perspicacia, el magistrado encargado de interrogarlo. Cada vez que Lemoine, con la sonrisa que podemos imaginar, le proponía ir a Lille, a su fábrica, donde se comprobaría si sabía o no fabricar diamantes, el juez Le Poittevin, con un tacto exquisito, le impedía continuar, señalándole con una palabra o, a veces, con algún comentario un poco mordaz aunque siempre contenido por un singular sentimiento de la mesura, que no se trataba de aquello, que la causa era otra. Por lo demás, nada nos autoriza a afirmar que Lemoine, incluso en ese momento en que se sintió perdido (desde el mes de enero, en que la sentencia no dejaba lugar a dudas, el acusado se agarraba, como es natural, al más ardiente de los clavos), pretendiese en algún momento saber fabricar diamantes. El lugar donde proponía conducir a los peritos y que las traducciones denominan «fábrica», con una palabra que ha podido prestarse a malentendidos, estaba situado en el extremo del valle de más de treinta kilómetros que termina en Lille. Todavía en la actualidad, después de las deforestaciones que ha sufrido, sigue siendo un auténtico vergel, plantado de álamos y de sauces, sembrado de fuentes y de flores. En el rigor del verano, su frescura es deliciosa. Hoy nos cuesta hacernos a la idea de que ha perdido los castañares, las florestas de avellanos y de viñas y la fertilidad que hacían de él, en tiempos de Lemoine, una morada encantadora. Un inglés que vivía en aquella época, John Ruskin, a quien, por desgracia, sólo podemos leer en la traducción, de una trivialidad lamentable, que Marcel Proust nos ha legado, alaba la gracia de sus álamos y la frescura gélida de sus manantiales. El viajero que apenas ha salido de las soledades de Beauce o de Sologne, siempre desoladas por un sol implacable, podía en verdad creer, cuando veía el rutilar de sus aguas transparentes a través del follaje, que algún genio, tocando el suelo con su varita mágica, hacía manar de él diamantes a borbotones. Probablemente Lemoine nunca quiso decir otra cosa. Parece que hubiera querido agotar, no sin perspicacia, todos los aplazamientos de la ley francesa que permitían prolongar la instrucción con facilidad hasta mediados de abril, época en la que esta región es particularmente deliciosa. En los setos, la lila, el rosal silvestre y el espino blanco y rosa están en flor y tienden a lo largo de los caminos un bordado de una frescura de tonos incomparables, adonde las diferentes especies de pájaros de esta región van a mezclar sus cantos. La oropéndola, el paro, el ruiseñor de cabeza azul y, a veces, el bengalí se responden de rama en rama. Las colinas, revestidas a lo lejos de las rosadas flores de los árboles frutales, se despliegan contra el azul del cielo formando curvas de una delicadeza exquisita. En las riberas de los ríos, que siguen constituyendo el gran encanto de esta región, pero donde hoy día los aserraderos producen a todas horas un ruido insoportable, el silencio no debería verse perturbado más que por la brusca zambullida de una de esas pequeñas truchas cuya carne, bastante insípida, es para el campesino picardo, sin embargo, el más exquisito de los bocados. No cabe duda de que, al salir del horno del Palacio de Justicia, tanto peritos como jueces habrían sufrido, al igual que los demás, el espejismo eterno de esas bellas aguas que el sol de mediodía verdaderamente llega a diamantar. Tumbarse a la orilla del río, saludar sonriendo a una barca cuya estela raya la seda tornasolada de las aguas, deleitarse con algunas pizcas azuladas de ese gorjal de zafiro que es el cuello del pavo real, perseguir alegremente a jóvenes lavanderas hasta el pilón cantando un estribillo popular, mojar en la espuma del jabón un caramillo tallado en una caña a la manera de la flauta de Pan, observar cómo van perlando las pompas que reúnen los deliciosos colores del manto de Iris y llamar a eso ensartar perlas, formar de vez en cuando corros tomándose de la mano, escuchar el canto del ruiseñor, ver salir la estrella del pastor. "


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