Al rayar el día (fragmento) Colette
Al rayar el día (fragmento)

"Mientras hablábamos el rígido trazo de sol, lleno de lentejuelas de polvo, se había acercado a quemarle la espalda, y Hélène, como si se tratase de una mosca, movía el brazo, rechazaba con la mano el sello de luz. Lo que le quedaba por decir no rebasaba sus labios. Faltaba decirme: «Madame, creo que usted es la…, la amiga de Vial, y por ello Vial no puede amarme». Se lo hubiera declarado de buena gana, pero los segundos pasaban y ni una ni otra nos decidíamos a hablar.
Hélène retrocedió un poco hacia la butaca, y un haz de luz le acarició el rostro. Tuve la impresión de que en un instante todo aquel planeta juvenil —mejillas y frente descubiertas, redondeadas, lunares— iba a resquebrajarse, entregada a los seísmos de los sollozos. Un vello blanco, apenas visible, perlaba las comisuras de sus labios con un rocío de emoción. Hélène se secaba las sienes con la punta de su abigarrado echarpe. Un furor de sinceridad, un olor de rubia exasperada se escapaba de ella, aunque hubiera callado con todas sus fuerzas. Me suplicaba que la comprendiera, que no la obligara a hablar; pero de súbito dejé de ocuparme de ella como Hélène Clément. Le devolví su sitio en el universo, entre los espectáculos de otro tiempo, de los que fui el anónimo espectador o el orgulloso responsable. Esta honrada demente ignorará siempre que fue digna de afrontar en mi memoria las lágrimas de delicia de un adolescente; el primer choque del fuego sombrío, al amanecer, sobre una cima de hierro azul y nieve violeta; floral distensión de una mano arrugada de recién nacido; el eco de una larga y única nota que echaba a volar de una garganta de pájaro, primero baja y luego tan alta que, en el instante en que se quebró, la confundí con la fugacidad de una estrella fugaz y, queridísima mía, esas peonías desmelenadas con las llamas que sacudían el incendio en tu jardín… Te sentabas a la mesa, contenta, cuchara en mano, «puesto que sólo se trataba de paja»…
Me volví de buen grado hacia Hélène. Balbucía, confusa, con su incómodo amor, y su respetuosa sospecha. «¡Atiza!» —estuve a punto de decirle. Una persona que está de paso no existe con tanta facilidad. Hablaba de la vergüenza que sentía, de su deber de «irse a otro sitio», se reprochaba el haberme visitado, prometía «no volver más, puesto que…». Daba vueltas, miserablemente, en tomo a una conclusión defendida por cuatro o cinco palabras alambradas, horribles, inexpugnables, «puesto que usted está aquí, la… la amiga de Vial». No se hubiera atrevido a decir «la amante».
Superó pronto el instante en que quedó toda iluminada, y yo la vi menguar, apagarse, ennegrecer mis recuerdos. "



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