Porque no saben lo que se hacen (fragmento)Maxence Van der Meersch
Porque no saben lo que se hacen (fragmento)

"Dada su bondad, Inés no podía titubear y se convino que Luciana comería en casa y pasaría allí sus .ratos de ocio. Nuestro refugio empezó a ser también el suyo. Sin embargo, su venida causó gran trastorno en nuestro hogar. Iba a transformar nuestras costumbres, como un testigo constante de toda nuestra vida, que turbaría aquella tranquilidad y aquella fantasía que caracterizaban nuestra existencia. Quiero decir que„ sin escrúpulos, sin pensar en ideas preconcebidas, como chorlitos, con la valentía de la juventud, hablamos vivido hasta entonces a nuestro modo. Comíamos, dormíamos, nos divertíamos cómo y cuándo nos placía, y éramos felices en una casa que para un extraño podía tener apariencia caótica y desordenada. Con Luciana entraron las conveniencias, los falsos pudores, ciertos miramientos...
Por entonces advertimos que Inés estaba embarazada.
Los primeros tiempos sufrió mucho. Los vértigos, vómitos y dolores de estómago la obligaron muchas veces a faltar a su trabajo. Se quejaba de estar agotada y quedar rendida al menor esfuerzo. Fue Luciana quien le ayudó a cuidar la casa y a ratos perdidos le hacía su labor. Yo ayudaba. Eso creaba entre nosotros una familiaridad peligrosa, hasta que llegué a interesarme por ella. Charlábamos. Yo era feliz por el cambio que transformaba nuestra casa y con la nueva alegría que nos trajo Luciana. Inconscientemente, me empeñaba en gustarle, sin idea de seducción, sencillamente por ese automatismo del macho que ronda a la hembra. Quería presentarme bajo la apariencia que más me favoreciese, quería dar la impresión de un hombre amable y mi deseo de gustar se acomodaba muy bien con la ternura que debía demostrar a Inés. Comprenderá usted que el hecho de mostrarme amable y atento con mi mujer, me hacía parecer más estimable y deseable a Luciana.
Eso me reveló también por primera vez, cuánto se había enfriado mi amor insensiblemente, sin que yo lo notase. No siempre nos es dado observar la lenta evolución que sufren ciertos sentimientos en el fondo del corazón. Son necesarias las bruscas comparaciones con el pasado para abrirle a uno los ojos. Vi con extrañeza el esfuerzo que había de hacer para mostrarme el hombre de siempre, para tener las atenciones y los mimos que al principio de nuestra unión me nacían espontáneamente, sin que tuviese que pensarlo. ¿Costumbre? ¿Saciedad? ¿Diversidad del deseo carnal en el macho?
Sin pretender imponer mi modo de pensar, puesto que alguien dijo que cada corazón es un mundo, opino que ese deseo permanece intacto y se impone toda la vida, siempre que la pasión vaya unida a elementos de incertidumbre, de temor, de celos, a la necesidad de luchar por la posesión. Si se tiene la seguridad de la conquista completa, del absoluto dominio de la mujer amada, si desaparece la inquietud, la obsesión sensual disminuye y se hace menos violenta. Hay, por decirlo así, pérdida de fuerza pasional. Los celos son, permítame la comparación, La pimienta que sazona los alimentos del amor. Si la pimienta desaparece, no queda más que un manjar más bien soso que ingiere usted por intermitencias, cuando 1c obliga a ello un apetito que no ha podido saciar con otra cosa.
La necesidad de posesión se hace menos imperiosa, menos exclusiva. El espíritu de comparación despierta en nosotros, y se empieza a juzgar el objeto de nuestro amor. Se produce, poco a poco, en las profundidades oscuras del alma, un trabajo inconsciente, como una discriminación entre los elementos que le ligan a uno al ser amado y los que tienden a alejarlo de él. Y por turno, esos elementos, según las circunstancias exteriores o el intenso estado de ánimo, rigen nuestra vida o disponen de nuestras actitudes.
Lo que también contribuyó a descubrirme ese primer ocaso de mi amor fue el tormento que me producía el ver la independencia de Luciana. Sabía, por ella misma, que trasnochaba y frecuentaba los bares de mala reputación y los puntos de reunión de estudiantes. Traía a casa un perfume de aventuras que yo respiraba con embriaguez. Y cuando pensaba que nunca volvería ya a esa vida, que estaba inexorablemente ligado a Inés y que en plena juventud había de renunciar a todos los placeres, me sentía invadido por una tristeza sorda. Inconscientemente le guardaba rencor a mi amiga, por haber borrado de mi vida aquella existencia de muchacho que no conocí por culpa suya, y porque la amaba menos y porque para mí había dejado de ser deseare y única como en los primeros día de nuestro amor. Le guardaba rencor porque el embarazo le deformaba la cintura y reflejaba sobre su rostro un aspecto de cansancio. No existe nada tan malo ni ¡tan cruel como un hombre que ha dejado o cree haber dejado de amar! Yo mismo me daba cuenta de lo odiosa que era mi conducta para con Inés. Me avergonzaba de ello y algunas veces sentía sordos remordimientos. Lejos de ella me proponía seguir mintiendo-, fingir aún un resto de ternura, tener más indulgencia y mansedumbre. Lejos de ella... Y apenas entraba en casa, aun sin querer y sin pensarlo,' por el fenómeno de desintegración de que hablé antes, me mostraba impaciente, daba contestaciones bruscas y adoptaba una actitud de enfado y disgusto. Considere el extraño cambio de espíritu que hube de experimentar viviendo en las especiales condiciones que le he expuesto. "



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