Los galgos, los galgos (fragmento)Sara Gallardo
Los galgos, los galgos (fragmento)

"Y la corrieron los pobres, en forma. Que precedan al amo en la tarea, habrá pensado Orlandi en los furiosos planes que martilla mañana y tarde, bajo sol y cierzo. Vuelve de trabajar con las venas saltadas de la cabeza, resuella un rato, rojo, sin boina, a la sombra de su cocina, los ojos fijos en la constante y grandiosa visión que lo arrastra como por un hilo atado a la nariz más allá del horizonte. Oreado apenas, almuerza, duerme una pizca, se larga. ¿Adónde? Averígüelo el diablo. Más allá del campo que finge recorrer, a otros trabajos, a conciliábulos secretos, a compromisos desleales que le quitan el sueño y lo van elevando centímetro a centímetro en la vil y esforzada carrera. Qué se me importa.
Poco a poco, un televisor suplió a la radio de la cocina, el autito del galpón cedió lugar a una Estanciera roja, y hubo progresos más extraordinarios, cierto camión verde que paraba en el pueblo junto al boliche y que según supe le pertenecía y manejaba a comisión el hijo del bolichero, más una casita que se compró en la ciudad no lejos de la clínica. Los fines de semana iba a pintarla. Con gran alivio mío.
Con el tiempo, hasta el bayo y el oscuro pagaron tributo a la orlandiada, y en una de mis ausencias las hermosas colas se volvieron sórdidos plumeritos a la moda campestre. Tal vez los hijos boquiabiertos, antes de mutarse definitivamente en mototrasportados, tuvieran su etapa de vanidad caballar; tal vez el precio de la cerda había subido. Nunca lo supe. Me limité a berrinches, a discursos severos (de severidad siempre excesiva o insuficiente) o a fingir inadvertencia. Los resultados fueron silencios de odio o respuestas agrias.
Pues de lo suyo sin duda lo único que no creció fue el respeto por mí. Y lo que a veces me parecía raro, cuanto más se hinchaban sus arcas menos me sufría, peores modos evidenciaba su mujer.
Abogado soy. Mi trato con las leyes sirvió para cerciorarme de que nada en el mundo me permitía quitármelos de encima. Admirable Orlandi, que con la misma tierra, maquinarias, animales que a mí me concedían lo que se llama un pasar destilaba lingotes de oro puro. Admirable. Solo pude, frente a él, alterar débilmente a mi favor las cláusulas del contrato cada vez que había que renovarlo. Y vivir como si tal.
Con el viejo del mar subido a los hombros ¿habrá intentado Simbad disfrutar de la tarde, el ruiseñor y el escarceo del agua como si nadie le taloneara el costillar aferrado a su pelo y escupiendo insultos? Julián, sí. Aspiró siempre a la paz como al supremo bien. Así le fue.
Soñaba, es verdad, de cuando en cuando, con un cataclismo enorme, que nos sacudiera con tanta fuerza que en él Orlandi y la heladera y la mujer, los hijos, el televisor, ciertas vacas, ovejas y caballos, la Estanciera, los muebles, el camión verde, los lingotes y hasta la boina salieran catapultados a las nubes para al fin estrellarse en caritativa concesión junto a la casita color mandarina de la ciudad. "



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